¿COMO HACÍAN ORACIÓN?
Como textos representativos de la primitiva oración cristiana figura lo dispuesto en la Didaché donde se señala un criterio oracional distinto de la praxis judaica y se hace hincapié en seguir la recitación de Padrenuestro, «como mandó el Señor en su Evangelio (…). Así orad tres veces al día» (Did., VIII, 2-3). En la misma Didaché encontramos, a continuación, unas oraciones de acción de gracias, que debieron formar parte de la plegaria eucarística de una comunidad judeocristiana (Did., IX-X).
La Carta a los Corintios de san Clemente Romano termina con una larga oración de clara textura eucarística (Ad Cor. LIX-LXI). Un carácter más dramático nos ofrece la breve oración pronunciada por san Policarpo poco antes de consumar su martirio (Mart. Poly., 14).
De los testimonios que acabamos de presentar, aunque existen motivos y contenidos diversos en la oración cristiana, el cañamazo literario sobre el que se expresa es el de la berekah, la bendición judía, cuyo esquema comprendía una invocación divina –recuerdo de las intervenciones divinas del A. Testamento–, y una doxología.
Otra observación que aflora inmediatamente es que se mantiene la tradición de la plegaria horaria judía (mañana, mediodía y tarde), pero se cambia el contenido; no será el Shemá Israel («escucha Israel») (Dt 6, 4-7), sino el Padrenuestro. Otro tanto se podría decir de las celebraciones dominicales de la eucaristía, atestiguadas por san Justino (I Apol., LXVII, 3), que recuerdan las del shabat judío.
En el momento de amanecer y al caer la noche, el cristiano se recoge en oración, medita la Escritura o canta un salmo (Tertuliano, De orat., 23). También era una herencia judía la oración de bendición antes de las comidas (Tertuliano, De orat., XXV, 4). Se puede decir que el carácter religioso de mesa era tal que los cristianos excluían de ella a los paganos.
Si fijamos nuestra atención en naturaleza de la oración cristiana, Clemente de Alejandría, no sin cierta vacilación, nos la definirá como trato o «conversación con Dios» (Strom., VII, 39, 6). De ahí que la oración, por muy vocal que sea, requerirá siempre la atención de la mente de quien la recite, precisamente por ser una forma de interlocución. Al verdadero sabio cristiano (gnostikós) las oraciones cotidianas se convierten en camino que lleva a la contemplación. Escuchemos de nuevo a Clemente:
«También sus ofrendas son plegarias, alabanzas, lecturas de la Escritura antes de la comida, salmos e himnos para las comidas y antes del descanso, y de nuevo plegarias por la noche. Con esto él [el sabio] se une al divino coro, inscribiéndose para una contemplación eterna por su constante recuerdo (…). Reza de cualquier modo y en todos los sitios: en el paseo, en la conversación, en el descanso, durante la lectura y en las tareas intelectuales; y aunque sólo reflexionara en el aposento, sin embargo, Él esta cerca e incluso delante del que conversa» (Strom., VII, 49, 4-7).
Como Clemente, Orígenes está también profundamente convencido de que la vida del cristiano ha de ser una continua oración, dentro de la cual la oración diaria tiene un lugar insustituible (De orat., XII, 2). El gran pensador alejandrino escribe un breve tratado Sobre la oración, en el que comenta el Padrenuestro y da valiosos consejos para hacer mejor la oración.
Sugiere para que la oración sea fructuosa, tener como disposición inicial una actitud que la lleve al apartamiento constante del pecado y al empeño incesante de liberarse de las afecciones y pasiones. Como actitud positiva aconseja situarse en la presencia de Dios:
«Es sumamente provechoso al pretender hacer oración ponerse –durante toda ella– en actitud de presencia de Dios y hablar con Él como quien está presente y lo ve. Pues así como ciertas fantasías recordadas por nuestra memoria suscitan pensamientos que surgen cuando aquellas se contemplan en el ánimo, así también hay que creer será útil el recuerdo de Dios que está presente y que capta todos los movimientos, aún los más leves, del alma mientras ésta se dispone a sí misma para agradar a quien sabe que está presente, y que va y examina el corazón, y que escruta las entrañas.
Pues en la hipótesis de que no recibiese otra utilidad quien así dispusiera su mente para la oración, no se ha de considerar pequeño fruto el hecho mismo de haber adoptado durante el tiempo de la oración una actitud tan piadosa» (De orat., VIII, 2).
Con estas disposiciones previas, la oración de cristiano se debe desarrollar en una ascensión gradual. El primer escalón está representado por la oración de petición. Otro grado de oración es el de quien acompaña la alabanza de Dios con la oración de petición. El punto más alto del orar cristiano se alcanza en la oración interior, sin palabras, que une al alma con su Dios (Orígenes, In Num. hom., X, 3).
Orígenes no sólo era un excelente biblista y un gran teólogo, sino que como subraya Benedicto XVI: «A pesar de toda la riqueza teológica de su pensamiento, nunca lo desarrolla de un modo meramente académico; siempre se funda en la experiencia de la oración, del contacto con Dios».
Su doctrina sobre la oración contribuyó decisivamente a fomentar la piedad en el Oriente cristiano, especialmente en el mundo monástico, a partir del siglo IV. También influirá en la mística de Occidente, a través, sobre todo de san Ambrosio.
En el Occidente surgen igualmente tratados sobre la oración, que son comentarios al Padrenuestro, debidos a la pluma de dos autores latinos, Tertuliano y Cipriano. Coinciden con los alejandrinos en la necesidad de orar y en las disposiciones del alma, pero difieren al centrarse más en la nueva forma de oración, que enseñó Cristo y sólo los cristianos conocen, porque sólo ellos tienen a Dios por Padre (Tertuliano, De orat., 2). San Cipriano sitúa al cristiano que reza el Padrenuestro en el contexto de la filiación divina. Escuchemos lo que nos dice:
«Oremos, hermanos amadísimos, como Dios, el Maestro, nos ha enseñado. Es oración confidencial e íntima orar a Dios con lo que es suyo, elevar hasta sus oídos la oración de Cristo. Que el Padre reconozca las palabras de su Hijo, cuando rezamos una oración» (De orat. dominica., 3).
Las posturas que utilizaban los primeros cristianos para orar eran variadas y estaban inspiradas en la Biblia: de pie, de rodillas, inclinado y en postración. La forma más común es la del «orante», que aparece en numerosas representaciones iconográficas, a partir de los primeros siglos.
Tertuliano le da a esta manera de orar un valor de símbolo, porque imita al Señor sobre la cruz (De orat., 18-25). Por su parte, Orígenes prefiere esta postura orante:
«Siendo innumerables las posiciones del cuerpo, la postura de manos extendidas y ojos alzados ha de preferirse por reflejar así la misma disposición corporal una como imagen de las disposiciones interiores que son convenientes al alma en la oración. Y decimos que esta es la postura que se ha de guardar, si no hay alguna circunstancia que lo impida» (Orígenes, De orat., XXXI, 2).
La postura de poner las manos juntas no se empleaba en la Antigüedad, es un gesto de origen germánico de carácter feudal que el vasallo hacia a su señor, y que en la Edad Media se incorporaría en algunos usos litúrgicos.
La oración dirigida a Cristo se muestra, especialmente, en la orientación que adoptan los cristianos, a comienzos del siglo II, y que se impone ampliamente en Oriente y Occidente, durante el siglo III. Se ora vuelto al Oriente, porque de Oriente se espera que venga de nuevo Cristo, y en Oriente está el paraíso, anhelado por todos los cristianos. No hay que olvidar que la “luz viene del Oriente” (Ex oriente lux), y que esa luz la entendían los primeros fieles como referida específicamente a Cristo (Jn 3, 9. 19; 8, 12; 12, 46).
A la «orientación» se añade, ya desde el siglo II, la práctica de orar ante una cruz, que se coloca en la pared (en madera o pintada), de forma que quien vaya a rezar esté de cara al Oriente. La cruz como signo glorioso precederá al Señor en su segundo advenimiento desde el oriente. El uso de la señal de cruz estaba muy arraigado entre los primeros creyentes. A finales del siglo II, Tertuliano escribía:
«En todos nuestros viajes, en nuestras salidas y entradas, al vestirnos y al calzarnos, al bañarnos y sentarnos a la mesa, al encender las luces, al irnos a la cama, al sentarnos, cualquiera que sea la tarea que nos ocupe signamos nuestra frente con la cruz» (De cor., 3).
En resumen, podríamos decir que hacer este signo es ya hacer oración. O mejor, dicho por Benedicto XVI:
«Hacer la señal de la cruz (…) significa decir un sí público y visible a Aquél que murió y resucitó por nosotros, a Dios, que en la humildad y debilidad de su amor, es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo».
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¿Qué importancia tenía la oración entre los primeros cristianos?
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