Con este motivo, el Vaticano, a través de la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada ha abierto un total de siete catacumbas al público de forma gratuita, con visitas guiadas para facilitar la oración y contemplación.
De los casi 170 kilómetros de catacumbas con las que cuenta Roma, situadas la mayoría a lo largo de la Vía Apia, tan sólo siete están abiertas al público: San Calixto, San Sebastián, Domitila, Priscilla, Santa Inés, San Pancracio, la de los Santos Marcelino, Pietro y el Mausoleo de Santa Elena. En toda la ciudad eterna se calcula que hay unas 50, aunque solo siete son visitables.
La palabra “catacumba” procede del griego “katà kúmbas”, (junto a las cavidades) y la utilizamos para denominar a los cementerios subterráneos donde los cristianos comenzaron a enterrarse de forma comunitaria a finales del siglo II o principios del siglo III. Siguieron la costumbre de los paganos, quienes enterraban a sus difuntos en hipogeos (es decir, en tumbas excavadas en el subsuelo).
El tema de este año para el Día de las Catacumbas es “del recuerdo a la oración”, en línea con el año a la oración que el Papa ha decretado para preparar el Jubileo del 2025.
A varios metros bajo el suelo los primeros cristianos fueron excavando túneles kilométricos con estrechas galerías que albergaban varias filas de nichos. A diferencia de las necrópolis paganas, en las catacumbas cristianas no hay ricos mausoleos o largas inscripciones. La costumbre era escribir el nombre de Bautismo del difunto y, en algunos casos algún breve y sobrio mensaje inspirador. Salvo excepciones no había diferencia entre ricos y pobres. Todos eran enterrados de la misma forma.
Los primeros cristianos deseaban ser enterrados junto a sus hermanos en la fe, con mucho mayor motivo si se trataba de mártires. Terminadas las persecuciones, las catacumbas se convirtieron en auténticos santuarios bajo tierra de los mártires, centros de devoción y de peregrinación desde todas las partes del Imperio romano.
Al principios del siglo V las catacumbas dejaron de cumplir su función funeraria, sobre todo tras el saqueo de Roma que realizaron los visigodos en el 410. Durante siglos los frescos fueron expoliados y arrancados de las paredes, pero a pesar de los estragos del paso del tiempo han sobrevivido abundantes restos de iconografía cristiana.
El Papa Francisco ha visitado oficialmente las catacumbas de Priscilla, que deben su nombre a una doncella romana que donó estas fincas a los cristianos. Son famosas porque albergan la que se considera la imagen más antigua de la Virgen María: un fresco del 230 d. C. en el que se ve a María con la cabeza cubierta por un velo, inclinándose hacia el Niño.
Otras catacumbas famosas son las de Domitila, a quien de poco le sirvió ser nieta de Vespasiano y sobrina de Domiciano. Su marido, el cónsul Flavio Clemente, fue condenado a muerte en el año 95 por ser cristiano y ella sufrió destierro, pero antes consiguió dejar todo muy atado para que sus hermanos en la fe tuvieran un lugar donde honrar a los muertos. Les cedió su casa y sus posesiones. Ahí fueron enterrados Nereo y Aquiles, soldados de la guardia imperial romana, asesinados por haber confesado que eran cristianos durante la persecución de Diocleciano.
Las catacumbas hablan más de vida que de muerte. Se entiende que la Pontificia Comisión de Arqueología Sagrada haya dedicado una jornada para celebrar estos monumentales archivos de la fe de los primeros cristianos. Recorrer tantos kilómetros de galerías invita a admirar la entrega de aquel primer grupo de cristianos que con tanto sacrificio y valentía construyeron la Iglesia actual. Sobre sus paredes están dibujados los símbolos por los que daban la vida, y parece como si todavía escucháramos el murmullo de la oración de quienes durante siglos han acudido a rezar y a honrar las reliquias de tantos mártires.
En la mayoría de las lápidas se escribía el nombre de bautismo del difunto. Ese era su documento de identidad, el sello por el que se le reconocía públicamente: Calixto, Domitila, Priscila, Esteban, Inés, todos ellos dieron nombre a las catacumbas que nos conectan con aquellos primeros cristianos que se reunían asiduamente para “participar en la vida común, en la fracción del pan y en la oración”, pilares de la vida de toda comunidad cristiana a través de los tiempos, y cimientos de unidad.