La obra de Tertuliano presenta algunos problemas relativos precisamente a la posibilidad de que se trate verdaderamente de la primera obra escrita en latín por un cristiano. El más debatido es su estrecha relación literaria con el Octavius de Minucio Felix, indudable pero tal que no se puede concluir cuál de las dos obras es precedente y por lo tanto fuente de la otra.
Otra cuestión se refiere a la relación del Apologeticum con la obra tertuliana Ad nationes, también del 197, que podría representar su primer esbozo.
Del Apologeticum se discute también la posibilidad de que hayan circulado del texto dos redacciones: de estas la segunda (llamada fuldense) estaría probada por un manuscrito procedente del monasterio alemán de Fulda —perdido, pero sus variantes a finales del siglo XVI fueron transcritas por un filólogo y por lo tanto publicadas por otros algún año después— y por un fragmento de otro códice suizo.
La hipótesis, fundada en un material más bien escaso, se refuerza en cambio por un hecho. Para su Adversus Marcionem Tertuliano certifica la existencia de tres ediciones: tras la primera redacción preparó una segunda más amplia, que le fue sustraída —antes de la difusión de un número suficiente de copias— por un cristiano después apóstata que se sirvió de ello sin escrúpulo alguno, haciendo así necesaria una tercera edición con adiciones que permitieran distinguirla como auténtica.
Para reforzar la hipótesis de dos ediciones del Apologeticum existe además la propia praxis editorial antigua. Esta comprendía el dictado de la obra a taquígrafos, su transcripción por copistas y de ahí la copia definitiva encomendada a calígrafos (las copias naturalmente eran más de una), con revisiones del autor, quien podía sucesivamente modificar la obra y hacer así que circularamás de una edición.
Tertuliano - una de las grandes personalidades de la Iglesia antigua
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La actividad de estos Santos Cosme y Damian no se redujo sólo a curar el cuerpo. En el ejercicio de su profesión tendían también al bien de las almas con el ejemplo y con la palabra. Logran convertir al cristianismo a muchos paganos. Es célebre el episodio de la curación de una mujer hemorroísa, llamada Palladia, quien por gratitud ofrece tres huevos a estos hermanos.
Después de su claro rechazo, implora a Damián que acepte ese pequeño don en nombre de Cristo. Damián, para no ofender a la mujer, acepta los huevos. Pero esto provoca la ira de Cosme que pide públicamente, después de su muerte, no ser sepultado junto a su hermano.
Su suplicio lo relata la Leyenda dorada, según la cual los dos hermanos primero son echados al fuego, del que salen ilesos. Después son condenados a la lapidación, pero las piedras vuelven hacia atrás. Sucesivamente, las flechas lanzadas por los arqueros hieren a los verdugos. En fin, son decapitados.
En el cuadro del Beato Angélico, la representación de la sepultura de los dos Santos se basa sobre lo que cuenta la Leyenda dorada. Según esta narración, el dromedario que transportaba los restos de San Damián comienza improvisamente a hablar con voz humana y pronuncia estas palabras:
“Nolite eos separare a sepoltura, quia non sunt separati merito” (Que no sean separados en la sepultura porque no son diferentes en el mérito).
La Iglesia recuerda a los Santos Cosme y Damián el 26 de septiembre. Su culto se ha extendido en Italia desde Oriente, sobre todo en Roma y en la Región de Apulia.
https://www.primeroscristianos.com/santos-cosme-y-damian-hermanos-martires/
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Los cambios de nombre son importantes en la Biblia, ya que típicamente señalan una nueva misión de Dios. Por ejemplo, Abram se convirtió en Abraham y Simón fue rebautizado como Pedro.
Otro personaje de la Biblia que muchos eruditos creen que recibió un cambio de nombre fue el apóstol Mateo. En el Evangelio de Mateo, el recaudador de impuestos, llamado por Jesucristo para convertirse en apóstol, se llama “Mateo” (Mateo 9: 9). Sin embargo, en el Evangelio de Marcos, el mismo recaudador de impuestos se llama "Leví" (Marcos 2:14).
Algunos eruditos creen que el recaudador de impuestos simplemente tenía dos nombres, uno en griego (Mateo) y el otro en hebreo (Leví). Esto es muy posible, ya que los eruditos señalan a Simón (Pedro) y Saulo (Pablo) como ejemplos similares que no significan un cambio de nombre, sino la existencia de dos nombres en dos idiomas diferentes.
Al mismo tiempo, otros estudiosos creen que esto podría indicar un cambio de nombre. En la Enciclopedia Católica , explica:
“Es probable que Mattija, 'regalo de Iaveh', fue el nombre conferido al recaudador de impuestos por Jesucristo cuando lo llamó al Apostolado, y por él fue conocido en adelante entre sus Hermanos cristianos, siendo Levi su nombre original ".
En realidad, ambas teorías son posibles. Lo que es seguro es que después de dejar su negocio de recaudación de impuestos, la comunidad cristiana primitiva lo conoció para siempre como "Mateo".
Cualquiera que sea el caso, ambos nombres son capaces de inspirar reflexiones simbólicas, como se puede ver en el siguiente pasaje de La Leyenda Dorada, un texto medieval popular que proporcionó significados inventivos para los nombres de los santos.
Mateo (Matthaeus) se interpreta como un regalo apresurado o como un dador de consejo. O el nombre viene de magnus, grande y theos, Dios, por lo tanto grande para Dios, o de mamis, mano, y theos, de ahí la mano de Dios.
San Mateo fue un regalo apresurado por su rápida conversión, el dador de consejo por su predicación saludable, grande a Dios por la perfección de su vida, y la mano de Dios por la escritura de su evangelio.
Levi se interpreta como tomado, adjunto, agregado o colocado con. El santo fue retirado del trabajo de recaudación de impuestos, adscrito a la compañía de los apóstoles, agregado al grupo de los evangelistas y colocado con el catálogo de los mártires.
Es posible que antes lo conocieran como "Leví", pero desde su encuentro con Jesucristo, el mundo lo ha conocido como "Mateo".
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En la actualidad, el 95% de sus habitantes pertenece a la religión cristiana, aunque esto no quiere decir que sea exactamente el mismo cristianismo apostólico y romano que conocemos en nuestros días.
O para decirlo de otra manera, Armenia tiene su propia religión, la Iglesia apostólica armenia, fundada en el siglo I d. C. y que más tarde, en el año 301, se convirtió en la primera religión de Estado de la que se tiene noticia.
Tierra bíblica, Armenia es citada en el Antiguo Testamento con el nombre de Reino de Urartu (Ararat). En las faldas de sus montañas Noé habría cultivado la viña y se habría embriagado bebiendo su vino. Y gracias a la traducción armenia de un evangelio apócrifo sabemos los nombres de los Tres Reyes Magos: Melchor, Gaspar y Baltasar.
Si bien la tradición refiere que los apóstoles Bartolomé y Judas Tadeo fueron sus evangelizadores, es probable que haya sido obra de los misioneros de Siria y Capadocia.
De cualquier forma, fue tan fuerte que en el 301, gracias al apostolado de san Gregorio el Iluminador, Armenia se convierte en la primera nación que abraza el cristianismo y lo proclama religión de estado (antes incluso del Edicto de Milán (313) por el cual el Imperio Romano toleraba el cristianismo y del Edicto de Teodosio con el cual en el 380 el Imperio reconocía al cristianismo como religión de estado.
Agregada inicialmente a la Iglesia metropolitana de Cesarea de Capadocia, en territorio romano, la Iglesia armenia se proclamó autónoma al principio del siglo V bajo la jurisdicción de un patriarca que tomó el nombre de Catholicós, título atribuido en sus orígenes al jefe de una comunidad cristiana fuera de los confines del imperio romano –bizantino, es decir, fuera de la jursidicción de los patriarcas.
Actualmente conservan ese título los jefes de las Iglesias armenia, nestoriana y georgiana. A partir del siglo IV se consolidan las instituciones eclesiásticas armenias y toma forma la liturgia, fuertemente influenciada por el antiguo rito de Jerusalén.
Un ejemplo del gusto religioso armenio que ha llegado hasta nuestros días son las grandes cruces de piedra (Khatch’kar) formadas por una gran estela de piedra o piedra caliza que tienen en el centro una enorme cruz con diversas y ricas decoraciones.En el siglo XI comienza la apertura hacia Roma.
El hecho de que haya sido declarada religión oficial desde el año 301 nos da una idea de lo que este culto ha significado para los armenios a lo largo de los siglos en lo referente a las tradiciones y la identidad nacional.
Aunque en el país también conviven minorías de cristianos ortodoxos rusos, católicos, musulmanes y animistas, la religión armenia sigue siendo la más importante a la hora de transmitir valores nacionales y costumbres, sobre todo en épocas en que el país se ha visto amenazado por guerras o invasiones.
Se calcula que en la actualidad cuenta con unos 6 millones de fieles, no solo dentro de Armenia, sino también en países como Estados Unidos, Francia, Canadá, Rusia, Siria, Grecia, Líbano, Israel y Argentina.
Aunque la constitución de 1995 reconoce la libertad de culto, a la vez subraya el papel especial que tiene la Iglesia armenia en labores como la vida espiritual de sus fieles, la difusión de la vida cultural y la preservación de la identidad nacional.
fuente- vatican.va
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"Los judíos rezan para ser limpiados de sus pecados al comienzo del nuevo año, y celebran una gran fiesta para que Dios bendiga este año. El saludo de esta fiesta es "feliz año" o “dulce año", razón por la cual muchos judíos comen manzanas con miel."
Según la tradición hebrea, en el día de Rosh Hashanah Dios comenzó a crear el mundo.
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"Los judíos consideran que acaba de comenzar el año 5.782 según su propio calendario. Rosh Hashaná es una hermosa tradición, porque recuerda el día de la creación del mundo."
Una de las tradiciones de esta fiesta es tocar el shofar.
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"En el sexto capítulo del libro de Oseas se nos habla del sonido de la trompeta cuando los judíos rodearon Jericó. La trompeta simboliza la guerra, y aquí hay una guerra espiritual: una lucha interior por la victoria sobre el pecado."
No es casualidad que el shofar esté hecho de cuerno de carnero: simboliza el chivo expiatorio que Dios preparó para Abraham cuando obedeció el mandato del Señor y estaba a punto de inmolar a su hijo Isaac. Según la tradición judía, el sacrificio de Isaac ocurrió en el Año Nuevo judío.
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"Abraham es un símbolo tanto para nosotros cristianos como para judíos del hombre de fe, y leer la historia de Abraham fortalece el deseo de ser creyentes como él y en una relación cercana con Dios."
Una de las tradiciones de la fiesta y los ritos del arrepentimiento es lanzar al agua trozos de pan como símbolo de deshacerse de los pecados.
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"Como los judíos, los cristianos en el bautismo entran en el agua para ser lavados de los pecados y regresan puros."
Según la tradición judía, el Año Nuevo judío es el "día del juicio", en el que se juzga a una persona por el año que acaba de terminar.
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"En el día de Año Nuevo, el juicio de cada ser humano, es decir, el juicio sobre el año que acaba de pasar, se registra en el Libro de la Vida o en el Libro de la Muerte, pero es solo en el Día de Yom Kippur que Dios firma su sentencia."
Por lo tanto, Yom Kipur es la culminación de este período, que comienza con el Año Nuevo, durante el cual se pide perdón mediante ayunos y oraciones intensas.
P. DAVID NEUHAUS, SJ
Profesor de Ciencias Religiosas
"Según la tradición, Dios puede cambiar su propia sentencia. Si está registrado en el Libro de la Muerte es posible que cambie, a través del ayuno y la oración y, por supuesto, a través de buenas obras."
El ayuno comienza antes de la puesta del sol del noveno día de Tishri, hasta la puesta del sol del día siguiente, es decir, unas veinticinco horas, durante las cuales los judíos se abstienen de comer, beber, tener relaciones sexuales y usar zapatos de cuero. Se visten de blanco porque este color recuerda los sudarios de los muertos, como recordatorio de que la vida en este mundo es temporal. Según otra tradición, el color blanco representa el deseo de imitar la pureza de los ángeles. En este día, los canales de radio y televisión dejan de transmitir sus programas durante 30 horas y el tráfico en las calles se detiene por completo.
La festividad que sigue a Yom Kipur es la Fiesta de las Cabañas (Sucot), que tendrá lugar la semana siguiente.
https://www.primeroscristianos.com/sentido-cristiano-de-sukkot-fiesta-de-las-tiendas/
A varias decenas de kilómetros de Damasco, en Siria, el pueblo montañoso de Malula es un pequeño paraíso. Repleto de iglesias y monasterios, alberga también numerosas cuevas trogloditas, célebres refugios de los primeros cristianos. Sin embargo, lo que hace de Malula un lugar excepcional es, sobre todo, que sus habitantes hablan, aún hoy en día, el arameo, la lengua de Cristo.
Abandonado tras los violentos ataques yihadistas desde 2013 —que dañaron, saquearon y quemaron múltiples casas e iglesias—, el pueblo vio cómo huían sus habitantes para buscar refugio en Damasco o en otras regiones del país.
Un año más tarde, el pueblo pudo ser recuperado por las fuerzas armadas de Damasco y, a partir de abril de 2014, la asociación SOS Cristianos de Oriente pudo enviar voluntarios para ayudar en la reconstrucción. En la actualidad, los trabajos no han terminado del todo, pero los habitantes están encantados de poder recibir de nuevo a los peregrinos este verano. Esperan terminar las restauraciones antes del 15 de agosto para la fiesta de la Asunción.
Antes de la guerra, la escarpada aldea estaba repleta de miles de fieles y turistas que venían a visitar varios monumentos emblemáticos. En particular el monasterio greco-ortodoxo de Mar-Takla, construido en torno a la tumba de santa Tecla, discípula de san Pablo e hija de una rica familia pagana de Turquía.
Fue en las cuevas trogloditas donde la joven discípula terminaría su vida después de huir de su familia. La leyenda cuenta que la montaña se agrietó para ofrecerle cobijo. Más lejos, se divisa el monasterio dedicado a los santos Sergio y Baco, oficiales romanos del siglo IV muertos en martirio.
Con el regreso de los peregrinos, los habitantes, por desgracia de un número más reducido que antes de la guerra, esperan devolver a Malula a su esplendor de antaño. Pero también, y sobre todo, devolverle su espiritualidad milenaria para que perdure para siempre la llama de los primeros cristianos.
“¿Quieres ser afable, misericordioso con los pobres, con todos los necesitados?”. Esta era una de las preguntas que el 28 de diciembre de 1958, el día de su consagración episcopal en San Pedro, Albino Luciani, escuchó. “Lo quiero”, respondió con voz humilde. Y el amor por los pobres caracterizó el episcopado a Vittorio Veneto, en Venecia y en la Ciudad Eterna.
Esto se entiende leyendo de nuevo algunas homilías y discursos de este pastor véneto, que como Obispo de Roma, electo la noche de hace treinta y seis años, estuvo cercano al modelo de Papa párroco encarnado por Pío X.
Luciani, cura lejano del virus de quienes quieren hacer carrera eclesiástica, convertido en obispo por decisión de Roncalli, no era uno que “se creía algo”, por usar una expresión del Papa Francisco. Decía de sí mismo: “Algunos obispos se parecen a Aquiles, que descienden con documentos magistrales de alto nivel; yo pertenezco a la categoría de los pobres que chirrían desde la última rama del árbol”.
Hijo de un emigrante socialista, en el mensaje que le escribió su padre desde Francia dándole su consentimiento para entrar en el seminario, se leía: “Espero que cuanto seas sacerdote, estés de la parte de los pobres, porque Cristo estaba de su parte”. No tuvo que hacer un gran trabajo para poner en práctica aquellas palabras.
“Hermanos míos”, dijo como patriarca de Venecia en 1974, “no podemos decir de amar a Cristo, si no compartimos esta pasión por la gente pobre”. En la ciudad de las lagunas su episcopado había sido identificado por dos líneas de trabajo: el conocimiento y la cercanía a los más pobres –tanto material como espiritualmente-- y la atención al mundo del trabajo.
Quedó sorprendido al ver cuantas personas se concentraban en la sala de espera del patriarcado: necesitados, desempleados, alcohólicos. No encontraron nunca cerrada su puerta. Y él vendió su anillo y algunos muebles de oro para donar las ganancias a los pobres, invitando a los párrocos a hacer lo mismo.
No había tenido una especial simpatía por el comunismo ni por el clero que para aparentar leía el Evangelio con las gafas deformadas de la ideología. Pero llamó a la comunidad cristiana a trabajar desde el primer encuentro con el Consejo pastoral diocesano:
“Es cierto que sobre todo, los trabajadores, deben autónomamente resolver sus propios problemas, pero también es cierto que toda la comunidad cristiana a la que pertenecen los trabajadores debe estarles cerca.
Porque los trabajadores sufren, cuando los hermanos católicos se niegan a reconocer que el capitalismo tiene mucha culpa y con mucha ligereza llaman “comunista” a cualquier trabajador que lucha con energía por el reconocimiento de sus derechos”.
Sabía bien que cualquier cambio de la sociedad nace del cambio del corazón del hombre:
“No pretendo negar a los marxistas –o al menos a muchos de ellos-- una sincera sed de paz y justicia. El problema viene desde más lejos. La estructura más profunda no está entre ricos y pobres, entre dominadores y dominados: está en el corazón del hombre inclinado a poseer siempre más. Es necesario, por tanto, preocuparse por encima de todo del corazón”.
Pero esto no significaba limpiar la conciencia de los cristianos de salón o de los conformistas, al contrario:
“Existe el peligro –precisaba-- que nosotros cristianos nos acontentemos con tener la explicación más justa del fenómeno de la discordia, violencia, guerra y nos paremos aquí. Los marxistas se equivocan olvidando las causas profundas e internas de los problemas sociales, pero tienen el mérito de trabajar y trabajar mucho por la causa.
Nosotros corremos el riesgo contrario: tenemos la explicación justa, pero confundimos explicación con solución y nos quedamos de brazos cruzados”.
En la Navidad de 1976, en un periodo en el que las fábricas del polo industrial de Marghera eran ocupadas, dijo palabras que fotografiaron perfectamente la realidad actual:
“Exhibir el lujo, malgastar el dinero, rechazar invertirlo para esconderlo en el extranjero, no constituye solo insensibilidad y egoísmo: puede convertirse en provocación y espesar sobre nuestras cabezas lo que Pablo VI llama “la cólera de los pobres de consecuencias impredecibles”.
En su única salida del Vaticano, durante los 33 días de su brevísimo pontificado, mientras llegaba a San Juan en Laterán para tomar posesión de su cátedra episcopal, recibió el saludo de la administración de la capital y del alcalde comunista Giulio Carlo Argan. Durante el breve saludo con el primer edil de Roma, dijo que sus palabras le habían recordado una oración de su madre cuando era niño:
“Los pecados, que gritan venganza a la presencia de Dios, son oprimir a los pobres, defraudar la justa recompensa a los obreros”. Pecados graves porque, dicho con el Catequismo de San Pío X, son “directamente contrarios al bien de la humanidad y odiosísimos, tanto que provocan, más que cualquier otro, el castigo de Dios”.
Y añadió: “Roma será una verdadera comunidad cristiana si Dios será honrado no solo con la afluencia de los fieles a las iglesias, no solo con la vida privada vivida con moderación, sino con amor a los pobres”.
Y en la última audiencia general, dos días antes de su muerte, volvió a citar las palabras de la 'Populorum progressio' de Papa Montini:
“Los pueblos del hambre cuestionan hoy de manera dramática a los pueblos de la opulencia. La Iglesia se estremece ante este grito de angustia y llama a cada uno a responder con amor al propio hermano... A este punto a la caridad se añade la justicia, porque –dice Pablo VI-- “la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. Ninguno está autorizado a reservar a su uso exclusivo lo que supera sus necesidades, cuando a los demás les hace falta lo necesario”. En consecuencia, “cada extenuante carrera hacia el armamento se transforma en escándalo”.
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https://www.primeroscristianos.com/juan-pablo-i-la-verdad-muerte-40-anos-despues/
Andrea Tornielli http://vaticaninsider.lastampa.it/
Por los detalles que aporta san Lucas, podría parecer sencillo localizar la aldea a la que se dirigían Cleofás y el otro discípulo. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con muchos lugares de Tierra Santa, el transcurrir de los siglos y los acontecimientos de la historia no han sido indiferentes, de forma que hoy en día cabe identificar varios sitios con la Emaús evangélica.
Algunos merecen mayor credibilidad, no solo porque gozan del consenso de los estudiosos, sino también porque actualmente son meta de peregrinación.
El primero corresponde con una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece con el nombre de Emaús en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (cfr. 1 Mac 3, 38 -4, 25). También se construyó allí una fortaleza por la misma época (cfr. 1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos restos.
Su situación estratégica -en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén, donde termina la llanura y comienzan las montañas centrales de Palestina- hizo que los romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes, fue incendiada y arrasada en el siglo IV a. C.
La ciudad debía estar reconstruida hacia los años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, “ciudad de la victoria”, nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.
Los testimonios más antiguos que identifican Emaús-Nicópolis con el sitio evangélico se remontan al siglo III: Eusebio de Cesarea, en el Onomasticon, un elenco de lugares bíblicos elaborado hacia el 295, sostiene que “Emaús, de donde era Cleofás, el que es mencionado en el Evangelio de Lucas, es hoy en día Nicópolis, una ciudad relevante de Palestina”; y san Jerónimo, además de confirmar esta tesis al traducir el libro de Eusebio al latín, nos ha transmitido que peregrinó en el año 386 a “Nicópolis, que se llamaba antes Emaús, en la que el Señor, reconocido a la fracción del pan, consagró en iglesia la casa de Cleofás” (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctae Paulae, 8.).
Durante la época bizantina, entre los siglos IV y VII, Emaús-Nicópolis contaría con una nutrida población cristiana, pues fue sede episcopal. En el año 638, los árabes invadieron Palestina y conquistaron la ciudad, que pasó a llamarse Ammwas. Aunque hay noticias de que sus habitantes fueron evacuados dos años después a causa de una plaga, mantuvo su importancia como cabeza de distrito durante la dominación islámica.
En junio de 1099, fue el último bastión tomado por los cruzados en su camino hacia Jerusalén; y en el siglo XII, durante los reinos cristianos, se construyó una iglesia sobre las ruinas de una basílica de época bizantina.
Hasta esa época, la tradición que situaba en Nicópolis la manifestación de Jesús resucitado se había mantenido a pesar de contrastar con un dato aportado por san Lucas: que Emaús se encontraba a sesenta estadios de Jerusalén, cuando la distancia de Nicópolis es de ciento sesenta, es decir, hay una diferencia de veinte kilómetros.
Aunque algunos estudiosos han avanzado diversas hipótesis para explicar esto, el hecho es que la identificación de Nicópolis con Emaús perdió fuerza, su iglesia quedó abandonada al irse los cruzados y la presencia cristiana desapareció de la ciudad hasta finales del siglo XIX. Por iniciativa de la beata Mariam de Belén, religiosa carmelita, en 1878 se compró el terreno donde estaban las ruinas del templo y se reanudaron las peregrinaciones.
Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en 1880, en 1924 y las que se realizan actualmente han puesto al descubierto los vestigios de dos basílicas bizantinas y de una iglesia medieval -la de los cruzados-, construida con piedras tomadas de las ruinas de las dos primeras.
Otro lugar que podría corresponder al Emaús evangélico es la pequeña población de El Qubeibeh, establecida sobre una antigua fortificación romana llamada Castellum Emmaus, que se encuentra a una distancia exacta de sesenta estadios al norte de Jerusalén. En 1355, los franciscanos que llegaron allí descubrieron algunas tradiciones locales que daban pie a identificarla con la patria de Cleofás.
Las primeras excavaciones, realizadas a fines del siglo XVIII, sacaron a la luz los restos de una basílica cruzada que había incorporado otro edificio precedente, y también revelaron las huellas de una aldea medieval. En 1902, se construyó una iglesia de estilo neorrománico integrando los vestigios de la anterior, que es la que persiste hasta hoy.
"En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe"
En la Pascua de 2008, Benedicto XVI se refirió al hecho de que no haya sido identificada con certeza la Emaús que aparece en el Evangelio:
“hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna” (Benedicto XVI, Ángelus, 6-IV-2008).
“Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia” (Amigos de Dios, n. 313).
La presencia del Señor inspiraba una gran confianza, pues con apenas dos frases provocó la confidencia de los discípulos: “comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él” (Es Cristo que pasa, n. 105). Sus esperanzas de que Jesús redimiera a Israel habían terminado con la crucifixión. Al salir de Jerusalén, sabían ya que su cuerpo no se encontraba en el sepulcro, y que las mujeres afirmaban haber recibido el anuncio de su resurrección a través de unos ángeles; pero no creen (Cfr. Lc 24, 17-24), están tristes y titubeantes en la fe.
“Entonces Jesús les dijo: -¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).
¡Qué conversación sería aquella! Pero “se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante” (Amigos de Dios, n. 314). Sin embargo, “los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos” (Es Cristo que pasa, n. 105). Le ruegan: “mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies” (Lc 24, 29); quédate con nosotros, porque sin ti se nos hace de noche.
Jesús se queda, “y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: -¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32).
Comentando este pasaje, san Josemaría lo aplicaba también al apostolado de aquellos cristianos que, en medio del mundo, están llamados a hacer presente a Cristo en todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas de los hombres (cfr. Es Cristo que pasa, n. 105).
“Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via? -¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino?
Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida” (Camino, n. 917).
El Señor quiso aparecerse a Cleofás y a su compañero de un modo corriente, como un viajero más, sin hacerse reconocer inmediatamente. Como los treinta años de vida oculta de Jesucristo.
La reacción de los discípulos de Emaús, que se levantaron al instante y regresaron a Jerusalén (cfr. Lc 24, 33), también supone una lección para todos los hombres: “Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.
Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (Amigos de Dios, n. 314).
Introducción: Imperio Romano y Cristianismo
Los primeros conversos
La persecución de Nerón
Desarrollo del Cristianismo en los primeros cuatro siglos
La persecución de Decio
La persecución de Diocleciano
El nacimiento y primer desarrollo del Cristianismo tuvo lugar dentro del marco cultural y político del Imperio romano.
Es cierto que durante tres siglos la Roma pagana persiguió a los cristianos; pero sería equivocado pensar que el Imperio constituyó tan sólo un factor negativo para la difusión del Evangelio.
La unidad del mundo grecolatino conseguida por Roma había creado un amplísimo espacio geográfico, dominado por una misma autoridad suprema, donde reinaban la paz y el orden. La tranquilidad existente hasta bien entrado el siglo III y la facilidad de comunicaciones entre las diversas tierras del Imperio favorecían la circulación de las ideas.
Cabe afirmar que las calzadas romanas y las rutas del mar latino fueron cauces para la Buena Nueva evangélica, a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo.
La afinidad lingüística —sobre la base del griego, primero, y del griego y el latín, después— facilitaba la comunicación y el entendimiento entre los hombres. El clima espiritual dominado por la crisis del paganismo ancestral y la extensión de un anhelo de genuina religiosidad entre las gentes espiritualmente selectas, predisponía también a dar acogida al Evangelio. Todos estos factores favorecían, sin duda, la extensión del Cristianismo.
Pero la adhesión a la fe cristiana implicaba también dificultades que, sin exageración, cabe calificar de formidables. Los cristianos procedentes del Judaismo debían romper con la comunidad de origen, que en adelante los miraría como tránsfugas y traidores.
No eran menores los obstáculos que necesitaban superar los conversos venidos de la gentilidad, sobre todo los pertenecientes a las clases sociales elevadas. La fe cristiana les obligaba a apartarse de una serie de prácticas tradicionales de culto a Roma y al emperador, que tenían un sentido religioso-pagano, pero que eran a la vez consideradas como exponente de la inserción del ciudadano en la vida pública y testimonio de fidelidad hacia el Imperio.
De ahí la acusación de «ateísmo» lanzada tantas veces contra los cristianos; de ahí la amenaza de persecución y martirio que se cernió sobre ellos durante siglos y que hacía de la conversión cristiana una decisión arriesgada y valerosa, incluso desde un punto de vista meramente humano.
¿Cuáles fueron las razones que determinaron el gran enfrentamiento entre Imperio pagano y Cristianismo? La religión cristiana fomentaba entre las gentes el respeto y la obediencia hacia la legítima autoridad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr. Mt XX, 15-21), fue el principio formulado por el propio Cristo.
Los Apóstoles desarrollaron esta doctrina: «toda persona esté sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios» (Rom XIII, 1), escribió San Pablo a los fieles de Roma; «temed a Dios, honrad al rey» (I Pet II, 17), exhortaba San Pedro a los discípulos.
El Imperio, por su parte, era religiosamente liberal y toleraba con facilidad nuevos cultos y divinidades extranjeras. El choque y la ruptura llegaron porque Roma pretendió exigir de sus súbditos cristianos algo que ellos no podían dar: el homenaje religioso de la adoración, que sólo a Dios les era lícito rendir.
Las circunstancias que rodearon a la primera persecución —la neroniana— fueron pródigas en consecuencias, pese a que esa persecución no parece haberse extendido más allá de la Urbe romana.
La acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo —el incendio de Roma— contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de opinión pública profundamente hostil para con ellos.
El Cristianismo era considerado por el historiador Tácito «superstición detestable»; «nueva y peligrosa», según Suetonio; «perversa y extravagante», para Plinio el Joven.
El mismo Tácito calificaba a los cristianos de «enemigos del género humano», y no puede, por tanto, sorprender que el vulgo atribuyese a los discípulos de Cristo los más monstruosos desórdenes: infanticidios, antropofagia y toda suerte de nefandas maldades.
«¡Los cristianos a las fieras! —dirá Tertuliano— se convirtió en el grito obligado en toda suerte de motines y algaradas populares».
El Cristianismo, desde el siglo I, fue considerado como «superstición ilícita», y esta calificación hizo que la mera profesión de la fe cristiana —el «nombre cristiano»— constituyera delito. Ello explica que muchas violencias anticristianas del siglo II tuvieran su origen, más que en la iniciativa de los emperadores o magistrados, en agitaciones o denuncias populares.
Por esta razón, la persecución en esta época no fue general ni continua, y los cristianos gozaron en ocasiones de largos períodos de paz, sin lograr por ello ninguna seguridad jurídica ni quedar a salvo de ulteriores agresiones, que podían surgir en cualquier momento.
La ambigua actitud de ciertos emperadores del siglo II está reflejada en la célebre respuesta de Trajano a la consulta elevada por Plinio, gobernador de Bitinia, acerca de la conducta que debía seguir con los cristianos.
Trajano declara que las autoridades no habrían de perseguirlos por su propia iniciativa, ni hacer caso de denuncias anónimas; pero debían actuar cuando recibiesen denuncias en regla, llegando hasta la condena y muerte de los cristianos que no apostataran y rehusaran sacrificar a los dioses.
Tertuliano —apologista cristiano y buen jurista— pondría luego de relieve el absurdo que encerraba la respuesta trajánica: «Si son criminales —dice, refiriéndose a los cristianos—, ¿por qué no los persigues?; y si son inocentes, ¿por qué los castigas?» En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz.
En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» —un período de peligrosa desintegración política—, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditoshacia Roma y su soberano.
La Iglesia cristiana, que prohibía a los fieles participar en el culto imperial, apareció entonces como un poder enemigo. Ésta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.
La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios.
El edicto de Decio sorprendió a una masa cristiana, bastante numerosa ya, y cuyo temple se había reblandecido, tras una larga época de paz. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado, y cuya reintegración a la comunión cristiana suscitó luego controversias en el seno de la Iglesia.
La experiencia sufrida sirvió en todo caso para templar los espíritus y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme: los mártires fueron muchos, y los cristianos infieles —los lapsi—, muy pocos.
La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, dentro del marco de la gran reforma de las estructuras de Roma realizada por el emperador Diocleciano.
El nuevo régimen instituido por el fundador del Bajo Imperio fue la «Tetrarquía», es decir, el gobierno por un «colegio imperial» de cuatro miembros, que se distribuían la administración de los inmensos territorios romanos.
El régimen tetrárquico atribuía a la religión tradicional un destacado papel en la regeneración del Imperio, pese a lo cual Diocleciano no persiguió a los cristianos durante los primeros dieciocho años de su reinado. Diversos factores —entre ellos sin duda la influencia del césar Galerio— fueron determinantes del comienzo de esta tardía pero durísima persecución. Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el Cristianismo y la Iglesia.
La persecución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio. Tan sólo las Galias y Britania —gobernadas por el cesar Constancio Cloro, simpatizante con el Cristianismo y padre del futuro emperador Constantino— quedaron prácticamente inmunes de los rigores persecutorios.
El balance final de esta última y gran persecución constituyó un absoluto fracaso. Diocleciano, tras renunciar al trono imperial, vivió todavía lo suficiente en su Dalmacia natal para presenciar, desde su retiro de Spalato, el epílogo de la era de las persecuciones y los comienzos de una época de libertad para la Iglesia y los cristianos.
Fuente: José Orlandis (Historia de la Iglesia, 2001)
Expansión del cristianismo
LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO
PRIMERA EXPANSIÓN
EL IMPERIO PAGANO Y EL CRISTIANISMO
LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO-CRISTIANO
Introducción
El edicto de Galerio
El edicto de Constantino
Una nueva expansión
La reorganización de la Iglesia
Cristianización de los Imperios
La libertad le llegó al Cristianismo y a la Iglesia cuando apenas se habían extinguido los ecos de la última gran persecución.
Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella embestida persecutoria, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso.
Llegado como sucesor de Diocleciano a la suprema dignidad imperial, el augusto Galerio, próximo a la muerte, promulgó en Sárdica un edicto que marcaba nuevas pautas a la política romana frente al Cristianismo.
El edicto otorgaba a los cristianos un estatuto de tolerancia: «existan de nuevo los cristianos —decía— y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público».
El edicto de Galerio, dado en el año 311, no concedía a los cristianos plena libertad religiosa, sino tan sólo una cautelosa tolerancia. Mas, a pesar de ello, su importancia era grande. Por vez primera, el Cristianismo dejaba de ser una «superstición ilícita» y adquiría carta de ciudadanía. Esto representaba una conquista trascendental, no conseguida hasta entonces.
La Iglesia había conocido durante el siglo III épocas de tranquilidad, y hubo incluso emperadores romanos, como Filipo el Árabe (244-249), de evidentes simpatías filocristianas. Mas estos intervalos de bonanza no aportaban seguridad jurídica a la Iglesia, siempre expuesta a nuevas oleadas persecutorias. El estatuto de tolerancia de Galerio encerraba por tanto singular valor.
El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez, y su autor principal fue el emperador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio otorgaron el llamado «Edicto de Milán», que, más que una norma legal concreta, parece haber sido una nueva directriz política fundada en el pleno respeto a las opciones religiosas de todos los súbditos del Imperio, incluidos los cristianos.
La legislación discriminatoria en contra de éstos quedaba abolida, y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la libertad religiosa en el mundo antiguo.
Dentro de este estatuto legal de libertad religiosa, la actitud de Constantino fue decantándose gradualmente en favor del Cristianismo. Resulta significativo que, antes incluso del llamado Edicto de Milán, cuando la suerte de la Urbe romana y del Imperio se dilucidaban por las armas entre aquel príncipe y su rival Majencio, el ejército constantiniano llevara en la batalla del Puente Milvio, como emblema propio, el lábaro con el monograma de Cristo.
Constantino consideró siempre suvictoria como una señal celestial, aunque su «conversión» defnitiva —es decir, la recepción del bautismo— la demorase muchos años, hasta vísperas de su muerte (337).
A lo largo de ese tiempo, la orientación procristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto.
El emperador, por otra parte, favorecía a la Iglesia de muy diversos modos: construcción de templos, concesión de privilegios al clero, ayuda para el restablecimiento de la unidad de la fe, perturbada en África por el cisma donatista y en Oriente por las doctrinas de Arrio. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho romano-cristiano.
El avance del Cristianismo no se interrumpió tras la muerte de Constantino, si se exceptúa el frustrado intento de restauración pagana por Juliano el Apóstata. Los demás emperadores —incluso aquellos que simpatizaron con la herejía arriana— fueron resueltamente contrarios al paganismo.
Graciano, al asumir en 375 el poder imperial, rechazó el tradicional título de «Pontífice Máximo», que sus predecesores cristianos habíanconsentido conservar. Un enfrentamiento particularmente significativo entre Cristianismo ascendente y paganismo en decadencia se produjo en el escenario más venerable de la Roma antigua: el Senado.
El altar de la Victoria que presidía el aula, como símbolo de la tradición gentil, fue removido por voluntad de los senadores cristianos, que eran ya mayoría, frente al grupode los «viejos romanos», encabezados por el senador Símaco. La evolución religiosa se cerró antes de que terminara el siglo IV, por obra del emperador Teodosio. La constitución Cunaos Populos, promulgada en Tesalónica el 28 de febrero del año 380, ordenó a todos los pueblos la adhesión al Cristianismo católico, a partir de ahora única religión del Imperio.
Obtenida la libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales, con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. En virtud de lo que se ha llamado «principio de acomodación», la Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma de su propia organización.
La circunscripción civil más clásica —la provincia— sirvió de modelo a la provincia eclesiástica. El Imperio llegó a contar en el siglo V con más de 120 provincias. Sobre este cuadro territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia.
El obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas comprovinciales: fue el «metropolitano», obispo de la «metrópoli», y los demás, sus sufragáneos.
En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia.
Él debía, además, presidir el concilio provincial —asamblea de los obispos de esa demarcación— que, según la disciplina nunca bien observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año.
La división del Imperio en dos «partes» —Oriente y Occidente—, consumada a finales del siglo IV y que terminaría pon provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo honda repercusión en la vida de la Iglesia. La «parte» occidental —que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas— tenía como única sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también Patriarca de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y copta, sobresalieron varias grandes sedes de fundación apostólica —Alejandría, Antioquía y Jerusalén—, que fueron cabezas de los Patriarcados, amplísimas circunscripciones eclesiásticas.
El Concilio I de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó a sus obispos la primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de Roma, «en razón —dijo— de que la ciudad es la nueva Roma». Sobre este fundamento de índole no eclesiástica, sino política —la capitalidad imperial—, se instituyó un nuevo Patriarcado —el de Constantinopla—, destinado a alcanzar una indiscutible preeminencia entre todos los Patriarcados orientales, a partir, sobre todo, del Concilio de Calcedonia.
Concilio de Constantinopla
La libertad de la Iglesia permitió una más ciara estructuración y un ejercicio más efectivo del Primado de los papas sobre la Iglesia universal. Los grandes pontífices de los siglos IV y V —Dámaso, León Magno, Gelasio— se esforzaron por definir con precisión el fundamento dogmático del Primado romano: la primacía concedida por Cristo a Pedro, de quien los papas eran los legítimos y exclusivos sucesores. A partir del siglo IV, el ejercicio del Primado romano sobre las iglesias occidentales fue muy intenso: lospapas intervinieron en multitud de ocasiones mediante epístolas decretales o por intermedio de legados y vicarios.
En Oriente, un gran concilio —el de Sárdica (343-344)— sancionó el derecho de cualquier obispo del orbe a recurrir, como instancia suprema, al Pontífice romano. Pero prevaleció, en definitiva, una tendencia favorable a la autonomía jurisdiccional, favorecida por el desarrollo de los Patriarcados, especialmente el de Constantinopla. La postura del Oriente cristiano ante Roma, después del Concilio de Calcedonia, puede resumirse así: atribución al obispo de Roma de la primacía de honor en toda la Iglesia; reconocimiento de su autoridad en el terreno doctrinal; pero desconocimiento de cualquier potestad disciplinar y jurisdiccional de los papas sobre las iglesias orientales.
Bajo el Imperio romanocristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas, manifestación genuina de la catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de concilios «ecuménicos» o universales. Ocho sínodos ecuménicos tuvieron lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a los cuatro primeros: los de Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el Oriente cristiano, y orientales fueron en su gran mayoría los obispos asistentes.
Su convocatoria procedió de ordinario del emperador, única autoridad capaz de arbitrar los medios indispensables para la celebración de tan grandes asambleas; en varios de ellos, la convocatoria imperial fue promovida por una iniciativa pontificia, y los legados papales ocupaban un lugar de honor en el aula conciliar. El reconocimiento del carácter ecuménico de un gran concilio se fundó en su recepción por la Iglesia universal, expresada sobre todo a través de la confirmación papal de sus cánones y decretos.
La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo, finalmente, la entrada en escena de un nuevo factor de notable importancia para los tiempos futuros: el emperador cristiano. Este personaje —un simple laico en el orden de la jerarquía— tenía conciencia, sin embargo, de que le correspondía una misión de defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad: era la función que se atribuía ya Constantino cuando tomaba para sí el significativo título de «obispo exterior».
Los emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus injerencias en la vida eclesiástica produjeron también numerosos abusos, cuya máxima expresión fue el llamado «Cesaropapismo». Estos abusos fueron particularmente graves en las iglesias de Oriente.
En Occidente, la autoridad del papado, la debilidad de los emperadores occidentales o la lejanía geográfica de los orientales contribuyeron a la salvaguardia de la independencia eclesiástica.
Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la Iglesia y en especial por el papa Gelasio, en una carta al emperador Anastasio.
Pero el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgaba tan indispensable en los siglos de tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían esperar del emperador oriental.
Fuente: José Orlandis (Historia de la Iglesia, 2001)
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