La expresión "primeros cristianos" aparece en las obras publicadas de San Josemaría un considerable número de veces, sobre todo si lo comparamos con otros escritos contemporáneos, o incluso más recientes. Por poner un ejemplo que ilustrará esto que acabamos de decir, el Catecismo de la Iglesia Católica, que bebe como en su fuente de los textos del Concilio Vaticano II, sólo se encuentra una vez la expresión, en el número 1329,2; al hablar de la Fracción del pan se indica que con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. (Catecismo de la Iglesia Católica n. 760,1)
Si nos retrotraemos todavía un poco más en el tiempo y consideramos la producción de algunos grandes autores espirituales, se evidencia una absoluta despreocupación por el tema. No se menciona nunca en San Juan de la Cruz, nunca en Santa Teresa de Jesús, una sola vez aparece la expresión en Santa Teresa de Lisieux, para desear el mismo martirio que obtuvieron como gracia algunos primeros cristianos.
Como es sabido, el término "cristianos" aparece por primera vez en los Hechos de los Apóstoles, en la narración en que se explica que los habitantes de Antioquía, probablemente paganos, dieron este nombre a los seguidores de Cristo. El nombre, aunque impuesto por personas ajenas a la doctrina, es el que después triunfó en la designación de los discípulos de Cristo. Con anterioridad a este nombre existieron otros que no han gozado tanto del favor de la historia.
Será San Ignacio de Antioquía quien nos proporcione el segundo testimonio del empleo de este nombre, que, como es lógico, no constituye todavía un término técnico. Es San Agustín quien por primera vez emplea la expresión.
El sintagma "primeros cristianos" se encuentra empleado por el obispo de Hipona en tres ocasiones. Una primera observación que se debe hacer inmediatamente es que la comparación agustiniana entre primeros cristianos y nosotros, establece una fuerte diferencia entre el cristiano del quinto siglo,contemporáneo del norteafricano, y una época anterior, que se juzga ya como pasada y de algún modo irrepetible en la situación actual.
San Agustín, aunque a nosotros nos pudiera parecer otra cosa, ya no se considera entre los primeros cristianos. Para San Agustín, los "primeros cristianos" son los seguidores de Jesucristo, contemporáneos de los Apóstoles, gente de toda condición social, excluidos los Apóstoles, que no entran en la categoría de primeros cristianos por formar un grupo aparte por encima de ellos. San Agustín es un caso aislado en la época patrística –casi el único a predicar sobre los primeros cristianos- y a la vez roca firme sobre la que apoyan los autores sucesivos.
Vimos, al comenzar, el gran número de veces que San Josemaría utiliza la expresión. Sólo de este hecho ya se desprende la importancia que da a su contenido. Nuestra investigación se limita a los escritos publicados, en los que la frecuencia de la expresión es de diecisiete ocasiones, sin contar los términos sinónimos que ahora no nos interesan tanto (cfr. Forja 10, Camino, 469).
«Como los religiosos observantes tienen afán por saber de qué manera vivían los primeros de su orden o congregación, para acomodarse ellos a aquella conducta, así tú —caballero cristiano— procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús, que trataron a Pedro y a Pablo y a Juan, y casi fueron testigos de la Muerte y Resurrección del Maestro» (Camino, 925).
Más que el número de veces que emplea la expresión, sorprenden otros dos hechos. Primero, que está diseminada a de lo largo de toda la obra: no hay un sólo libro en que no se encuentre referencia al tema. En segundo lugar, el relieve dado a la expresión, por ejemplo cuando afirmaba en una entrevista concedida en 1967 a un corresponsal de “Time”:
«Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los miembros del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 24, 7).
La comparación delimita claramente la noción de primeros cristianos y pensamos que este texto debe considerarse la base para cualquier otra afirmación que quiera hacerse acerca del tema en San Josemaría. Las referencias a los primeros cristianos en las obras del fundador del Opus Dei como contemporáneos de los Apóstoles son las más frecuentes, por ejemplo en el siguiente texto:
«En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya san Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Non est Iudaeus, neque Graecus: non est servus, neque liber: non est masculus, neque femina; ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 14, 2).
De todas formas, no faltan textos en los que se amplía el lapso temporal:
«Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el portede los fíeles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad como se aman (Tertuliano, Apologeticum, 39), repetían» (Amigos de Dios, 225,2).
Toca ahora analizar la calificación de los primeros cristianos. Concretamente nos preguntamos si son personajes comunes sólo, o también el grupo de los doce. Como ya hemos visto en la entrevista de Time, son personas comunes que no se distinguen en nada de sus conciudadanos. «Para seguir las huellas de Cristo, el apóstol de hoy no viene a reformar nada, ni mucho menos a desentenderse de la realidad histórica que le rodea... –Le basta actuar como los primeros cristianos, vivificando el ambiente» (Surco, 320).
Con San Agustín vimos que se excluían los Apóstoles. San Josemaría no dice expresamente nunca que se excluyan los Apóstoles, pero parece desprenderse del contexto general de las afirmaciones que el modelo que se propone no es exclusivamente el de los doce, sino también el de otras muchas personas que han actuado como "apóstoles" sin ser "los Apóstoles". Esto que acabamos de afirmar se ve claramente en el siguiente texto:
«Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles; Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto y en Éfeso y que colaboraron en el apostolado de san Pablo; Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Joppe. Y tantos otros hogares de judíos y de gentiles, de griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor». (Es Cristo que pasa, 30, 4)
La originalidad de San Josemaría con respecto a San Agustín es la capacidad de sentirse en esa situación viva: los primeros cristianos no son algo que pasó, sino una situación que espiritualmente puede repetirse en cualquier cristiano: basta que se encuentre anímicamente cerca de Cristo. Pero esta originalidad lo es también respecto a los demás autores espirituales: ninguno —que nosotros hayamos podido comprobar— ha visto en los primeros cristianos un modelo vivo.
Por eso, con respecto a la particularidad del uso por San Josemaría, se ha de decir que no ha acuñado una nueva expresión, pues ya existía —como hemos visto— desde San Agustín, pero le añade algunos matices que la hacen en cierta manera nueva. No es simplemente una categoría histórica sino que, sin dejar de serlo, entra de lleno en la reflexión teológica y, concretamente, espiritual.
Por eso la característica que añade San Josemaría es la nota teológico-espiritual: no se trata de una mera referencia a la situación histórica de los comienzos de la cristiandad, ni un mero buen ejemplo a seguir. Incluye la sintonía interior con una situación de proximidad a los primeros pasos de la vida de la Iglesia y se identifica la situación histórica personal con una situación histórica colectiva.
«Experimentaremos el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo, pudiendo decir conellos: “¡Influimos tanto en el ambiente!”» (Camino 376).
En conclusión, desde el punto de vista histórico, como objetivo personal y reto para los estudiosos de la antigüedad, nos proponemos la dedicación a los estudios sobre el cristianismo primitivo, que en nuestra opinión deben multiplicarse, con la finalidad de conocer a fondo la vida de los primeros cristianos, profundizando así en las enseñanzas de San Josemaría.
Jerónimo Leal
Profesor de Patrología e Historia de la Iglesia Antigua
Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz
Artículo publicado en el número 16 de Annales Theologici,
Revista de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz
Su nacimiento profetizó la Natividad de Cristo el Señor, y su existencia brilló con tal esplendor de gracia, que el mismo Jesucristo dijo no haber entre los nacidos de mujer nadie tan grande como Juan el Bautista.
La Iglesia celebra normalmente la fiesta de los santos en el día de su nacimiento a la vida eterna, que es el día de su muerte. En el caso de San Juan Bautista, se hace una excepción y se celebra el día de su nacimiento. San Juan, el Bautista, fue santificado en el vientre de su madre cuando la Virgen María, embarazada de Jesús, visita a su prima Isabel, según el Evangelio.
fiesta conmemora el nacimiento "terrenal" del Precursor. Es digno de celebrarse el nacimiento del Precursor, ya que es motivo de mucha alegría, para todos los hombres, tener a quien corre delante para anunciar y preparar la próxima llegada del Mesías, o sea, de Jesús. Fue una de las primeras fiestas religiosas y, en ella, la Iglesia nos invita a recordar y a aplicar el mensaje de Juan.
Isabel, la prima de la Virgen María estaba casada con Zacarías, quien era sacerdote, servía a Dios en el templo y esperaba la llegada del Mesías que Dios había prometido a Abraham. No habían tenido hijos, pero no se cansaban de pedírselo al Señor. Vivían de acuerdo con la ley de Dios.
Un día, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías, quien se sobresaltó y se llenó de miedo. El Árcangel Gabriel le anunció que iban a tener un hijo muy especial, pero Zacarías dudó y le preguntó que cómo sería posible esto si él e Isabel ya eran viejos. Entonces el ángel le contestó que, por haber dudado, se quedaría mudo hasta que todo esto sucediera. Y así fue.
La Virgen María, al enterarse de la noticia del embarazo de Isabel, fue a visitarla. Y en el momento en que Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de júbilo en su vientre. Éste es uno de los muchos gestos de delicadeza, de servicio y de amor que tiene la Virgen María para con los demás. Antes de pensar en ella misma, también embarazada, pensó en ir a ayudar a su prima Isabel.
El ángel había encargado a Zacarías ponerle por nombre Juan. Con el nacimiento de Juan, Zacarías recupera su voz y lo primero que dice es: "Bendito el Señor, Dios de Israel".
Juan creció muy cerca de Dios. Cuando llegó el momento, anunció la venida del Salvador, predicando el arrepentimiento y la conversión y bautizando en el río Jordán.
Juan Bautista es el Precursor, es decir, el enviado por Dios para prepararle el camino al Salvador. Por lo tanto, es el último profeta, con la misión de anunciar la llegada inmediata del Salvador.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados.
Predicaba que los hombres tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas.
El segundo mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo: "Éste es el Cordero de Dios...".
Reconoció siempre la grandeza de Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba está sobre todos.
Fue testigo de la verdad hasta su muerte. Murió por amor a ella. Herodías, la mujer ilegítima de Herodes, pues era en realidad la mujer de su hermano, no quería a Juan el Bautista y deseaba matarlo, ya que Juan repetía a Herodes: "No te es lícito tenerla".
La hija de Herodías, en el día de cumpleaños de Herodes, bailó y agradó tanto a su padre que éste juró darle lo que pidiese. Ella, aconsejada por su madre, le pidió la cabeza de Juan el Bautista. Herodes se entristeció, pero, por el juramento hecho, mandó que le cortaran la cabeza de JuanBautista que estaba en la cárcel.
Nos enseña a cumplir con nuestra misión que adquirimos el día de nuestro bautismo: ser testigos de Cristo viviendo en la verdad de su palabra; transmitir esta verdad a quien no la tiene, por medio de nuestra palabra y ejemplo de vida; a ser piedras vivas de la Iglesia, así como era el Papa Juan Pablo II.
Nos enseña a reconocer a Jesús como lo más importante y como la verdad que debemos seguir. Nosotros lo podemos recibir en la Eucaristía todos los días.
Nos hace ver la importancia del arrepentimiento de los pecados y cómo debemos acudir con frecuencia al sacramento de la confesión.
Podemos atender la llamada de Juan Bautista reconociendo nuestros pecados, cambiando de manera de vivir y recibiendo a Jesús en la Eucaristía.
El examen de conciencia diario ayuda a la conversión, ya que con éste estamos revisando nuestro comportamiento ante Dios y ante los demás.
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Apasionado por las letras y la política, formado en estudios jurídicos en Oxford y Londres y con una vocación religiosa cultivada al amparo del cardenal John Morton, arzobispo de Canterbury, Tomás Moro pronto se vio llamado a ser el gran referente británico del humanismo del siglo XVI. Sobre todo, cuando la publicación y difusión por toda Europa de su obra poética y, especialmente, de su ensayo Utopía (1516) lo convirtió en una reconocida figura.
Miembro del cuerpo jurídico, integrante del Parlamento de Londres, portavoz de la Cámara de los Comunes y embajador en los Países Bajos, donde estableció una duradera amistad con Erasmo de Rotterdam, Moro se ganó el afecto del rey Enrique VIII,quien le otorgó el título de caballero y otros beneficios académicos por su destacada producción literaria contra la Reforma luterana. Incluso contribuyó a la redacción de Defensa de los siete sacramentos, un texto firmado por el propio monarca.
Su reconocimiento y rectitud le llevaron en 1529 a ser designado por el rey gran canciller en sustitución del cardenal Thomas Wolsey, al tratarse de un cargo tradicionalmente ocupado por religiosos. Moro aceptó, aún a sabiendas que su primer cometido no iba a ser otro que tratar con los tribunales eclesiásticos la anulación del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos.
El propio rey era conocedor del rechazo de su súbdito a lo que la Iglesia inglesa consideraba un atentado a un santo sacramento por la simple voluntad del monarca de formalizar su relación con su amante, Ana Bolena, pero también sabía que sólo un hombre como Moro, azote intelectual de la herejía luterana, podía conseguir la anulación matrimonial.
No fue el caso. Tomás Moro se opuso desde el primer momento a los deseos reales y rechazó firmar una carta en la que destacados nobles y prelados solicitaban al pontífice la anulación del matrimonio.
Ante la negativa del papa Clemente VII en un momento en el que España y el Sacro Imperio Romano Germánico suponían una amenaza mucho más real que Inglaterra, Enrique VIII encontró en el trono terrenal del papa el argumento perfecto para negarle la obligada obediencia de la Iglesia inglesa.
Así fue como instó a todo el clero de Inglaterra y Gales a someterse al poder de su monarca, quien desde ese instante se convertía en el principal referente de la Iglesia de Cristo en Inglaterra en comunión con el arzobispo de Canterbury. Su nuevo titular, Thomas Cramner, dictó la sentencia de nulidad matrimonial que pretendía el rey y dio acta de validez eclesiástica al matrimonio entre Enrique VIII y Ana Bolena, que se convirtió en reina de Inglaterra en 1533.
Antes de eso, Moro renunció a su cargo de canciller y en 1534 se negó a firmar la denominada Acta de Supremacía, que suponía el rechazo a la supremacía papal. El Acta, sin embargo, establecía el delito de quienes no la aceptaran y el 17 de abril de ese mismo año el humanista fue encarcelado en la Torre de Londres.
Acusado de traición, Tomás Moro tuvo que esperar más de un año en prisión antes de su procesamiento a que se resolviesen otras denuncias contra él. Entre ellas, la presentada por el propio padre de Ana Bolena por lo que en la tradición jurídica romana se conocería como cohecho.
El hecho denunciado fue que el acusado habría recibido una copa de oro por haber decidido en un juicio a favor del encausado, aunque se determinó que Moro devolvió el regalo tras aceptar hacer un brindis.
También fue acusado de haber escrito y publicado contra el rey y de haber difundido los mensajes de una monja de Kent que dijo haber recibido mensajes divinos que aseguraban que el rey de Inglaterra dejaría de serlo si desposaba a Ana Bolena. Moro pudo probar documentalmente la falsedad de ambas acusaciones.
Procesado finalmente por traición junto al cardenal Juan Fisher, obispo de Rochester, quien también rechazó la anulación matrimonial y acatar el Acta de Supremacía, Moro fue juzgado por el Parlamento, que condenó a ambos a cadena perpetua y usurpación de todos sus bienes.
Sin embargo, el propio Enrique VIII instó al Tribunal Supremo Real a que procesara al condenado por el delito alta traición recogido en la ley de traiciones aprobada tras la ruptura de Londres y Roma y penado en este caso con la muerte.
Para ello, los jueces instructores de Westminster se basaron en el testimonio de Richard Rich, fiscal general del Reino, quien aseguró haber hablado con Moro y haber recibido de él mensajes condenatorios. Otros dos testigos presentes en la supuesta conversación, sin embargo, no testificaron en la causa.
Los cargos contra el acusado se basaron en la presunta negativa del acusado de reconocer al rey como cabeza de la Iglesia de Inglaterra y conspiración con Juan Fisher. El procedimiento del alto tribunal impedía al acusado tener abogado defensor ni presentar pruebas o testigos a su favor.
En la vista, Tomás Moro rechazó una vez más a aceptar el Acta de Supremacía, apelando a que ya se le había juzgado y sentenciado por ello. Asimismo negó haber pronunciado declaración alguna contra el matrimonio de Enrique VIII y Ana Bolena. Rechazó también una conspiración con el cardenal Fisher que no pudo ser probada por el tribunal.
Los jueces, sin embargo, dieron plena validez al testimonio de Rich al estar así dispuesto en el procedimiento procesal.
En su defensa, Moro aseguró que “de la misma forma en que un niño no podría rechazar la obediencia a su padre, tampoco el Reino de Inglaterra podría rechazar su obediencia a la autoridad de Roma, y la Iglesia es una sola, íntegra e indivisa en toda la cristiandad”. “Vosotros no tenéis autoridad, sin el consentimiento de los otros cristianos, para aprobar una ley o declaración parlamentaria contra dicha unión”, concluyó.
El jurado –compuesto por 12 miembros entre los que figuraban Thomas Cromwell, secretario de Estado y máxima autoridad de Asuntos Espirituales, y un cuñado del rey– se retiró a deliberar por un período de apenas 15 minutos volvió a la sala y dictó sentencia: Tomás Moro era culpable de alta traición por haberse referido maliciosamente a la autoridad del rey sobre la Iglesia de Inglaterra”.
El tribunal dio oportunidad al reo de hablar tras conocer el fallo para pedir la clemencia real, aunque Moro aprovechó para manifestar lo que no había podido decir durante el juicio: “Yo sé bien por qué causa me habéis condenado, y es porque nunca he querido consentir en la material del matrimonio del rey”.
La condena era a muerte después de ser arrastrado hasta el patíbulo y permanecer colgado hasta estar medio muerto. En ese momento debía ser desmembrado y desviscerado en presencia de su familia. La cabeza, arrancada del cuerpo, debía exponerse en un lugar público. Aunque Enrique VIII concedió la última gracia al condenado a ser decapitado y a que su cabeza estuviese expuesta un mes en el puente de Londres.
De poco sirvieron las peticiones de clemencia de Carlos I de España y de Clemente VII, la pena se cumplió el 6 de julio de 1535, cuando el reo contaba 57 años. Paradójicamente, menos de un año después Ana Bolena también era decapitada, en su caso por adulterio, incesto y alta traición tras otro juicio parcial.
Tomás Moro es reconocido actualmente como santo tanto por la Iglesia católica como por la anglicana. El papa León XIII lo beatificó junto a Juan Fisher en 1886 como mártir de la Iglesia y Pío XI lo beatificó en 1935. Juan Pablo II lo proclamó en el 2000 santo patrón de los políticos y los gobernantes.
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Entre los vestigios encontrados figuran una piscina de la sala fría o frigidarium donde los clientes tomaban baños y otra más grande para practicar la natación llamada natatio con sus paredes de placas de mármol y suelo decorado con un mosaico geométrico, al igual que la bóveda que cubría la piscina. «Es un complejo termal notable y no parece ser de un ámbito doméstico», ha indicado Ana Bejarano, directora de las excavaciones.
Este sorprendente hallazgo se realizó en una zona más elevada de la plaza, en la entrada al convento de las Freylas de Santiago y según afirma Bejarano el edificio dejó de utilizarse «en torno al siglo IV». Sin embargo, su descubrimiento no estaba previsto.
Si bien se conocía la existencia de huellas romanas, lo que esperaban encontrar eran vestigios de las casas romanas de los siglos I al III d.C. que ocuparon el lugar así como de la posteriornecrópolis cristiana, tal y como recoge el Abc. Su expectativa se ha hecho realidad en las cercanías de la basílica de Santa Eulalia, donde los arqueólogos han desenterrado algunos muros de la primitiva casa romana del siglo I, que tuvo varias reformas hasta el siglo III d.C. cuyas dimensiones se prolongan fuera de la iglesia actual.
El equipo que capitanea Bejarano ha ido documentado los diferentes tramos: «Debía ser una vivienda grande, como las que se construían extrarradio en ese periodo, como la Casa del Anfiteatro o la del Mitreo», comenta la directora de las excavaciones todavía en marcha.
Esta zona se fue sacralizando a raíz del martirio de la pequeña Eulalia en el siglo IV durante la persecución que llevó a cabo Diocleciano. Algunas fuentes, como el Poema de las coronas del escritor hispanorromano Prudencio atestiguan que desde muy temprano se consideró a Eulalia, quien murió por su fe, protectora de la ciudad de Mérida.
En dicho poema, Prudencio habla sobre un túmulo en memoria de la pequeña mártir donde se le daba culto ya en el siglo IV y que podría coincidir con uno de los hallazgos realizados bajo la cabecera de la actual iglesia.
Sepulturas en sarcófagos de mármol que se asocian al uso de este espacio como lugar de enterramiento ligado al 'martyrium' de Santa Eulalia-Consorcio de la Ciudad Monumental de Mérida
Los expertos todavía desconocen si las casas romanas se habían abandonado por aquel entonces y dicho espacio se convirtió en una necrópolis pagana que pasó a ser cristiana una vez que se erigió en ella el monumento funerario en recuerdo de Santa Eulalia.
O si en cambio, se conservó el recuerdo de la santa en su casa familiar y por su fama se acabó levantando el túmulo citado por Prudencio y, dado el culto a santa Eulalia, posteriormente la primera basílica en el siglo V.
Este entorno se transformó en un cementerio cristiano, con ricos mausoleos y abundantes tumba. Así, los arqueólogos han descubierto varios enterramientos por inhumación vinculados a estos primeros compases del cristianismo en Mérida. Algunos fueron expoliados siglos después y los que aún conservan restos óseos no contienen ajuar.
+ INFO -
En 1516 se publica la traducción del Nuevo Testamento y la institución del príncipe cristiano, de Erasmo; el Orlando furioso, de Ariosto; la traducción de la Epístola a los romanos, primera obra importante de Lutero, y la Utopía, de Tomás Moro. Unos meses después, ya en 1517, aparecerá también la otra gran obra ético-política de Erasmo, junto con la Institutio: la Querela pacis.
Dos años antes Maquiavelo había escrito El Príncipe. Se trata, pues, de un momento intelectualmente decisivo en medio del desbordamiento de entusiasmo y de embriaguez creacional que caracterizan al siglo renacentista. Incluso parecen darse cita simbólicamente, en tan heterogéneos acontecimientos literarios, las mismas tres fuerzas colosales en cuyo conflicto vital consiste la época misma del Renacimiento: el Humanismo católico, la Reforma protestante y el espíritu y la dialéctica extracristianos de la Modernidad.
Los sociólogos nos desvelarán después los procesos desarrollados por las fuerzas y estructuras sociales que en esa época están bullendo. Weber, Sombart o Gómez Arboleya reconstruirán todo ese período configurador de la aventura histórica triunfante del burgués occidental. Paganización, secularización.
Suya es esta plegaria singular, una oración para pedir buen humor.
Ruptura con el orden feudal y con todo un período histórico agotado-formal, esteticista, turbio ya de poderío y de desprestigio del cristianismo. Quiebra de la cristiandad y aparición de fuerzas creadoras decisivas no cristianas y descristianizadoras. Individualismo y racionalismo.
Aparición de poderes temporales centrados en sí mismos y racionalizadores del orbe humano: Estado moderno y capitalismo. Florecimiento y cristalización entrecruzados de las naciones modernas y del sistema capitalista, en su vigorosa época juvenil: en las repúblicas mercantiles italianas; en la vida suntuosa y epicúrea —de difícil financiación— de la corte pontificia; en la Alemania de los Fugger, forjadora de las empresas, los negocios y el comercio germanos;
en los Países Bajos, especialmente en la Holanda que ya se configura, primera nación cuya vida colectiva se presenta impregnada del espíritu capitalista; en la Francia, que aún se resiste perezosamente a secundar la acción audaz de sus primeros grandes empresarios; en la Inglaterra, que está atravesando la que se ha calificado de "edad heroica del capitalismo inglés".
En ese momento, en 1516, Moro tiene treinta y ocho años, faltan trece todavía para que Enrique VIII le nombre canciller de Inglaterra. Cuatro años después, en 1533, el monarca establece la tiranía y provoca el cisma. Dos años más, y la cabeza de Moro rodará en el patíbulo. Pero en la Utopía se ha alcanzado ya la plenitud intelectual del gran humanista inglés.
En la Utopía Moro centra todo su esfuerzo en un objetivo único: tomar el Evangelio, confrontarlo con la injusta sociedad de su tiempo, formular contra ella una denuncia airada y poner frente a tal situación el cuadro de lo que debía ser una sociedad inspirada íntegramente en la concepción evangélica de la vida.
Luego, como hombre de acción, tratará de realizar lo único que a él le resulta viable: contener en lo posible el libertinaje político de los déspotas, neutralizando con su prestigio bien ganado el asesoramiento tradicional, complaciente y abyecto, de los dignatarios cortesanos. A unos y a otros, a déspotas y a nobles, hace en este sentido duras alusiones en su obra.
Pero nos es más importante detenernos algo en la crítica de una situación económica en la que Moro nos declara hasta qué punto el lujo palaciego y la codicia del incipiente capitalismo lanero y textil están llevando al pueblo a la miseria.
"Vuestras ovejas, que tan mansas eran y que solían alimentarse con tan poco, han comenzado a mostrarse ahora, según se cuenta, de tal modo voraces e indómitas que se comen a los propios hombres y devastan y arrasan las casas, los campos y las aldeas". " ...
Los nobles y señores, y hasta algunos abades, santos, varones, no contentos con los frutos y rentas anuales que sus antepasados acostumbraban sacar de sus predios, ni bastándoles el vivir ociosa y espléndidamente sin favorecer en absoluto al Estado, antes bien perjudicándolo, no dejan nada para el cultivo y todo lo acotan para pastos; derriban las casas, destruyen los pueblos, y si dejan el templo es para estabulizar sus ovejas; pareciéndoles poco el suelo desperdiciado en viveros y dehesas para caza.
Esos excelentes varones convierten en desierto cuanto hay habitado y cultivado por doquier". "Y para que uno solo de esos ogros, azote insaciable y cruel de su patria, pueda circundar de una empalizada algunos miles de yugadas, arrojan a sus colonos de las suyas, los despojan por el engaño o por la fuerza, o les obligan a venderlas, hartos ya de vejaciones. Y así emigran de cualquier manera esos infelices..."
La referencia aún podría ser bastante más extensa, con precisas alusiones de Moro a la conducta antisocial del oligopolio de la lana y de la carne, y a la cruel mecánica alcista en la formación de los precios. Así, hasta parar en la amarga conclusión a que le lleva el análisis del estado de su patria: "...la malvada codicia de unos pocos arrastrará a la ruina vuestra isla, que, precisamente por esta riqueza, parecía ser tan feliz".
Pero los párrafos transcritos han bastado para dejarnos sin disimulos ante la personalidad intelectual de Moro. Al menos, ante esa parte decisiva que en su espíritu juegan la pasión por la justicia y la mentalidad ya indiscutiblemente objetiva, positiva, científica, de su enfrentamiento con los problemas sociales; actitudes que nos van a servir de clave para interpretar los aparentes juegos de fantasía con que las circunstancias le obligan a revestir su pensamiento; actitudes, por otra parte, que le llevarán al enfrentamiento, como subraya Mesnard, "nada menos que con la monarquía inglesa y con el sistema económico-social que se le muestra estrechamente ligado".
Hay otros rasgos salientes, que no pueden silenciarse en la semblanza de Tomás Moro. Bouyer nos habla de su figura, como de "la más bella del Renacimiento católico, porque es la de un hombre de acción mas que de un pensador... Su vida y su muerte son el más elocuente testimonio de la vitalidad del catolicismo humanista, penetrado por el espíritu de este Renacimiento, cuyo corifeo sigue siendo Erasmo".
Erasmo, su amigo admirado y venerado, promotor de cuanto de valiosa herencia humanista ofrece el catolicismo en tan turbulenta y dramática época, que nos dejará la entrañable evocación de la vida familiar de Moro, llena de sensibilidad, de afecto, de acierto pedagógico, discurriendo dichosamente en el jardín de la casa de Chelsea, junto al Támesis.
Su decidida militancia humanista, que le llevará a cultivar los grandes temas de su tiempo, como lo hizo en su estudio sobre la impresionante figura de Pico de la Mirándola, o a concebir la vocación política como mero ejercicio del sentido cristiano del deber, hasta el extremo de acometer la empresa de dejar su testimonio insobornable de integridad como gobernante en un país que "desde 1422 hasta 1509", "en la fatídica galería de monstruos que va de Enrique VI a Enrique VIII (Mesnard), había vivido un drama sangriento interminable que había de terminar por devorarle también a él mismo.
Pero el aspecto más valioso de su obra intelectual, transida de reiterados giros de humour sajón y de ironía universal, es, sin duda, el legado imperecedero que nos aporta como filósofo político y pensador cristiano. Su obra se centra en este aspecto en el ataque a los principios viciosos cuya extirpación consideraba único remedio capaz de devolver la salud a la sociedad de su tiempo.
Estos dos principios permanentes de la corrupción política eran, a su juicio, la monarquía y la propiedad. Y a este fin, "para conmover a los espíritus rebeldes a la especulación filosófica; para forzar a los conservadores a evacuar posiciones en las que la crítica no tiene cabida, Moro ha dedicado cinco años a construir un mundo ideal, verdadero espejo de justicia y de prosperidad; mundo en el que, a partir de entonces, está invitado a penetrar el lector de todo país y de toda época" (Mesnard),
Por mi parte pienso que, no obstante ser Erasmo quien, en uno de los rasgos más permanentes de su obra intelectual y espiritual, sitúa doctrinalmente el problema de la evangelización de la política, a Moro es a quien corresponde hasta ahora la significación de figura máxima de cuanto a la respuesta dada al mismo por los cristianos todos los tiempos.
No podemos en esta ocasión acometer un estudio exhaustivo de la filosofía política de Moro, en cuanto discípulo y testigo del Evangelio. Pero desconocen en absoluto lo que él representa en la economía del plan divino sobre el género humano quienes hacen un deliberado alarde de ignorancia acerca de la magnitud trascendental de su concepción política.
Concepción a la altura de la cual él supo estar sin duda, con el testimonio de una vida ejemplar como padre y esposo, como sabio, como gobernante, como mártir. Y ello en un trance en el que la organización eclesiástica de su patria, comenzando por un episcopado cobarde, a excepción del obispo Fisher, su compañero de cadalso, se hunde en la abyección ante el tirano.
Sin embargo, ese testimonio de su vida no es lícito que pueda servir a nadie para intentar escamotear la importancia intrínseca de una aportación filosófica, cuyo autor mismo juzga con estas palabras:
"Si hay que silenciar como insólito y absurdo cuanto las perversas costumbres de los hombres han hecho parecer extraño, habría que disimular entre los cristianos muchas cosas enseñadas por Cristo, cuando él, por el contrario, prohibió que se ocultasen y mandó incluso predicar las que susurró al oído de sus discípulos; pues la mayor parte de esas palabras son tan ajenas a las actuales costumbres como lo fue mi discurso".
Precisamente desde este punto de perspectiva hay que enfocar los aspectos fundamentales de la teoría política de Moro: la construcción de una república ideal y el ataque a la monarquía y a la propiedad privada. Este último aspecto, que es el más radical de su pensamiento, emerge constantemente del texto de la Utopía.
"Dondequiera que exista la propiedad privada y se mida todo por el dinero —nos dirá Moro por boca de Rafael HytIodeo, el descubridor portugués que le sirve para expresar sin demasiado riesgo sus enérgicos juicios—, será difícil lograr que el Estado obre justa y acertadamente, a no ser que pienses que es obrar con justicia el permitir que lo mejor vaya a parar a manos de los peores, y que se vive felizmente allí donde todo se halla repartido entre unos pocos que, mientras los demás perecen de miseria, disfrutan de la mayor prosperidad".
Pero esto no era una novedad en el cristianismo. Es la misma voz con que en el siglo IV habían clamado varonilmente los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, Lactancio: "Dios nos dio la tierra en común, no para que una avaricia irritante y despiadada se alzase con todo, sino para que los hombres viviesen en comunidad y nadie estuviera falto...".
Por ejemplo, Crisóstomo: "Cuando tratamos de poseer algo en particular trayendo continuamente en la boca las insípidas palabras "mío" y "tuyo", entonces es cuando surgen las luchas fratricidas, envidias y rencores. Así, pues, la posesión en común es más natural que la propiedad privada".
Por ejemplo, Ambrosio: "...tú te apropias para ti solo lo que se ha dado para común utilidad de todos. La tierra no pertenece exclusivamente a los ricos; es patrimonio de todos; y, sin embargo, son muchos más los que no usan de lo suyo que los que usan de ello". "La avaricia fue la causa de haberse repartido entre pocos las posesiones".
Y los mismos conceptos en Clemente Romano, en Basilio, en Jerónimo, en Agustín. Son los conceptos sobre los que Moro afirma que la igualdad de bienes, único camino para la salud pública, es casi incompatible con la propiedad privada; mientras que la república perfecta sólo podrá edificarse sobre la base de la comunión de bienes entre los hombres. Temas ambos que constituyen, respectivamente, el núcleo de la primera y segunda partes de la Utopía.
Y todavía distaba más esta doctrina de ser una novedad en la revelación bíblica, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, en el conjunto global del Libro dictado por Dios a los hombres. A partir del momento mismo de la creación Yahvé entrega a los hombres la tierra en común: "...los bendijo y les dijo: Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre la Tierra" (Gen. 1, 28).
Y luego ya, sin cesar, la sed colectiva de justicia que sube de la tierra, con clamor de milenios: la expectación de las generaciones por la ciudad en que los hombres "construirán casas que habitarán; plantarán viñas cuyos frutos comerán. No edificarán para que habite otro, ni plantarán para que otro lo consuma" (Is 65, 21.22), "Este es el nombre que tendrá la Ciudad: "Yahvé —nuestra— Justicia" (Jer. 33, 16). "Son nuevos cielos y una nueva tierra lo que esperamos —según su promesa—, donde habitará la justicia" (2 Petr. 3,13).
Esperanza de que Dios nos permita al fin construir una tierra en que reine la justicia y la paz, que culmina en el Apocalipsis: Después vi un cielo nuevo, una tierra nueva —el primer cielo, en efecto, y la primera tierra han desaparecido, y va no hay mar—. Y vi la Ciudad Santa, Jerusalén nueva, que descendía del cielo, de donde Dios; se había embellecido, como una joven casada radiante ante su esposo.
Oí entonces una voz clamar, desde el trono: "Ved la morada de Dios con los hombres. Él tendrá su morada con ellos; ellos serán su pueblo y ÉI, Dios —con ellos—, será su Dios. El enjugará toda lágrima de sus ojos; de muerte, ya no habrá nada; de llanto, grito y pena, nada habrá ya, porque el antiguo mundo se ha ido" (Apoc. 21. 1-4).
El Evangelio rezuma esta misma conciencia profunda de la vida. La Iglesia primitiva también. Igual la época de los Padres. El pensamiento medieval, en sus líneas de conjunto, está lejos de romper con este legado. Lo que hace Moro es darle expresión moderna. Quizá demasiado moderna, demasiado arraigada en lo que empezaba a ser ya la Modernidad, el Occidente.
A la concepción de la vida que es peculiar del hombre ibero, por ejemplo, le puede resultar demasiado comunista la república utopiana. La ética natural misma podría tomar noticia mucho más directa entre los iberos de la concepción evangélica de la vida, respecto a lo que pudieron lograrlo los ahistóricos pobladores de Utopía.
Buena muestra son de estas afirmaciones nuestras, tanto el humanismo ibero de los siglos XVI y XVII, en lo que tiene de no-europeo y de no-contrarreformista, sino de Reforma católica española, como las grandes empresas utópicas de evangelización y civilización acometidas en Indias por los grandes misioneros —exponentes de una conciencia colectiva— que se llamaron Vasco de Quiroga, Zumárraga, Junípero Serra; o los jesuitas paraguayos.
Pero eso no altera la significación crucial de la Utopía en la cultura humana y en el cristianismo. En realidad, si es grande la obra de Dios en Moro, tomándole para testigo suyo en la lucha por la justicia sobre la tierra, a costa del supremo sacrificio, la obra de Moro en Dios supone un punto culminante de ese mismo drama visto desde abajo, desde la perspectiva terrestre de la Historia. Hasta ahora supone, sencillamente, la aportación más valiosa de los cristianos a la sangrienta expectación de la humanidad por una sociedad justa y fraterna.
Pero lo cierto es que, a partir de Moro, los cristianos no habíamos vuelto a decirle al pueblo oprimido y explotado las grandes palabras encendidas de cólera y esperanza. Batida duramente la Iglesia por el burgués triunfante, fueron las generaciones católicas desvirtuándose y contagiándose en no pequeña medida de racionalismo y de formalismo jurídico y estético durante los siglos modernos.
Parecieron incluso perder la fe en que "el fermento cristiano ha comenzado apenas a transformar las instituciones colectivas de la humanidad...; (en) que no estamos más que al comienzo de las victorias de la verdad evangélica a través de la Historia, y (en) que así, sirviéndola, el cristiano trabaja eficazmente, al mismo tiempo que por su propia salud, por la salud de toda la familia humana".
Y así las grandes ansias de las multitudes obreras de nuestro tiempo, su sacrificio, su combate, su inmensa y ruda energía creadora, no los han encauzado ya héroes cristianos, sino héroes y pastores brotados por millares al margen de la Iglesia.
Saint-Simon, Prouelhon, Bakunin, Kropotkin, Marx, Sorel, Anselmo Lorenzo, Costa, Pablo Iglesias, Lenin y tantos otros teóricos y jefes del movimiento obrero occidental o soviético, o del movimiento revolucionario ibérico, tuvieron que formarse marginalmente al cristianismo, porque hacía doscientos años que yacía sepultada en el olvido, entre los cristianos, aquella filosofía de liberación del pueblo que Moro había sabido llevar a su expresión más audaz.
Pero el cristianismo guarda en sus senos una vitalidad inmensa. La gigantesca experiencia del hombre moderno ha empezado a tocar ya sus propios límites. Y es ahora, cuando esta vasta hazaña creativa presenta ya su entera dimensión, cuando al cristianismo le empieza a ser posible acometer la empresa de evangelizarla.
Ahora, cuando ante los ojos apagados de los burgueses se han mostrado viables ya varias utopías siniestras, está más próxima que nunca la realización en el tiempo de la Utopía cristiana. Y es ahora cuando el cristianismo puede entrar de nuevo en las entrañas del pueblo.
En la medida en que los cristianos volvamos a ofrecer a ese mismo pueblo —debatiéndonos contra la injusticia que nos asedia, codo con codo con el ejército de los que sufren, en la misma línea espiritual de Tomás Moro— los artesanos de paz y los luchadores perseguidos que necesitan para ser libres los hambrientos y sedientos de justicia.
El camino, quizá ya el camino final hacia la Ciudad Justa, vuelve a verse claro cuando el hombre actual se lava los ojos con ese ideal ético de la humanidad que Jesús nos traza en su Discurso evangélico, y al que la humanidad se acerca progresiva y trabajosamente en el tiempo: "Felices los pobres en espíritu..., los dulces..., los afligidos, los hambrientos y sedientos de justicia..., los misericordiosos..., los corazones puros..., los artesanos de paz..., los perseguidos por la justicia. Porque suyo es el reino de los cielos" (Mt. 5, 3-10).
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MANUEL LIZCANO
"Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos.Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse." (Hechos 2, 3-4 ).
"Entonces Pedro, en pie con los once, les dirigió en voz alta estas palabras: "Judíos y habitantes todos de Jerusalén: percataos bien de esto y prestad atención a mis palabras. ...Y haré aparecer señales en el cielo y en la tierra: sangre, fuego y columnas de humo. ...Pero el que invoque el nombre del Señor se salvará" (Hechos 2, 14, 19, 21).
"Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones." (Hechos 2, 42).
"Todos los días acudían juntos al templo, partían el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón" (Hechos 2, 46).
"Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían las posesiones y haciendas, y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno."(Hechos 2, 44-45).
"Alabando a Dios y gozando del favor de todo el pueblo. El Señor añadía cada día al grupo a todos los que entraban por el camino de la salvación." (Hechos 2,47).
"Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es lo mejor"
Por no aceptar el divorcio del rey Enrique VIII y su declaración como cabeza de la Iglesia fue ajusticiado el 7 de julio de 1535 en Londres. Suya es esta plegaria singular, una oración para pedir buen humor.
El Papa Francisco hace unos meses nos reveló que todos los días reza la oración de Santo Tomás Moro, y que “le va bien”.
Decía así el Papa:
“El apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista. No perdamos, pues, ese espíritu alegre, lleno de humor, e incluso autoirónico, que nos hace personas afables, aun en situaciones difíciles. ¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo! Nos hará bien recitar a menudo la oración de santo Tomás Moro: yo la rezo todos los días, me va bien”.
Señor, dame salud del cuerpo y, con ella, el sentido común necesario para conservarla lo mejor posible.
Dame un alma santa, Señor, que mantenga ante mis ojos todo lo que es bueno y puro, para que a la vista del pecado no se turbe, sino que sepa encontrar los medios para poner orden en todas las cosas.
Dame un alma ajena a la tristeza, que no conozca refunfuños, ni suspiros, ni lamentos.
Y no permitas que esta cosa que se llama “yo”, y que siempre tiende a dilatarse, me preocupe demasiado.
Dame, Señor, sentido del humor.
Dame la gracia de comprender una broma, para lograr un poco de felicidad en esta vida y saber regalarla a los demás.
Así sea.
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La caridad, el respeto a la vida y el interés por el prójimo, valores inherentes a las enseñanzas de Cristo, son la base de las actividades de la enfermería
Es muy común creer que la enfermería surgió en el siglo XIX con Florence Nightingale, sin embargo, eso no es correcto, hay que hacer una precisión: ella sentó las bases de la enfermería moderna, implementando severas prácticas de higiene que lograron disminuir los índices de mortalidad en el hospital en el que trabajó durante la guerra de Crimea.
Sus conocimientos los compartió en su escuela, inaugurada en 1860, con miles de enfermeras a lo largo de su vida. Fue un verdadero ángel de blanco que se convirtió en un parteaguas en la historia de la enfermería.
Sin embargo, esta noble labor es mucho más antigua. Cuando los diáconos son designados por los apóstoles para ejercer la caridad, surge la figura de las diaconisas, mujeres que auxiliaban a los diáconos en su ministerio.
La carta a los romanos habla de Febe, a quien se considera la primera diaconisa y enfermera visitadora porque atendía a los enfermos en sus hogares, prodigando cuidados físicos y espirituales. Desde ese tiempo, la enfermería representa misericordia y caridad.
En el año 165, durante el reinado de Marco Aurelio, se desató una epidemia que, en el transcurso de quince años, causó la muerte de un tercio de los habitantes del Imperio, Marco Aurelio incluido.
En el año 251 se declaró una epidemia parecida, probablemente de sarampión, con resultados similares. En general, los historiadores concuerdan en que estas epidemias produjeron un despoblamiento que contribuyó a la caída del Imperio romano más que la degeneración moral a la que se suele atribuir el hundimiento.
Durante estas epidemias se desarrolló de manera eficiente la "enfermería cristiana" que cuidaba a los afectados de manera muy satisfactoria.
Al paso del tiempo, cuidar a los enfermos se convirtió en una vocación. Los historiadores resaltan la actitud de los cristianos de Alejandría durante la epidemia del año 250 d. C, que atendían a los enfermos sin temor al contagio, mientras los paganos huían y abandonaban a familiares y amigos.
Los valores cristianos del amor y la caridad se habían traducido, desde el principio, en normas de servicio social y solidaridad. Cuando sobrevenía algún desastre, los cristianos tenían mayor capacidad de respuesta.
En la segunda mitad del siglo II, una enfermedad asoló el Imperio Romano, produciendo miles de muertes. A pesar de la crisis, el cristianismo vivió una época de esplendor, llegando hasta los confines de Europa.
San Basilio (330-379) dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la construcción de varios hospicios para necesitados (Cf. Basilio, Carta 94), una especie de ciudad de la misericordia, que tomó su nombre «Basiliade» (Cf. Sozomeno, «Historia Eclesiástica». 6,34). En ella hunden sus raíces los modernos hospitales para la atención de los enfermos. (BENEDICTO XVI presenta a San Basilio el Grande, 4 julio 2007).
San Jerónimo (347-420) impulsó en Tierra Santa, que los peregrinos fueran acogidos y hospedados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de la mujer noble santa Paula, que desarrolló también oficio de enfermería en la atención de enfermos (Cf. Epístola 108,14).
Al llegar la Edad Media, la enfermería era ejercida por personas de la nobleza y se consideraba trabajo de Dios. Eran cristianos ricos y poderosos, muchos de ellos miembros del clero, preparados cultural e intelectualmente, de los cuales algunos llegaron a convertirse en eruditos.En la misma Edad Media, los turcos invadieron Jerusalén.
Comenzaron las cruzadas, que fueron expediciones militares cuyo objetivo era recuperar los lugares santos. En esta época también iniciaron las órdenes militares hospitalarias, lo que conlleva la creación de hospitales, impulsando grandemente el desarrollo de la enfermería y añadiendo aspectos de obediencia, autoridad y orden.
«Ámense los unos a los otros como yo los he amado» (Jn 15, 12).
Los cruzados eran reconocidos como soldados de Cristo.
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ORAR CON LOS PRIMEROS CRISTIANOS
Gabriel Larrauri (Ed. Planeta)
Ahora, el experto en manuscritos Lajos Berkes, junto al profesor Gabriel Nochhi, han identificado el fragmento como la copia más antigua conocida del Evangelio apócrifo de Tomás sobre la infancia de Jesús, según ha informado el Instituto de Cristianismo y Antigüedades de la Universidad Humboldt de Berlín.
Este hallazgo es de una gran relevancia para la investigación, pues hasta el momento se creía que la versión más antigua del Evangelio de Tomás era un códice del siglo XI. Este evangelio, que narra la infancia de Jesús, es parte de los textos apócrifos, no incluidos en la Biblia, pero muy populares y ampliamente difundidos en la antigüedad y la Edad Media.
«El fragmento es de un interés extraordinario para la investigación», dice Lajos Berkes, investigador en la Facultad de Teología de la Universidad Humboldt. «Por un lado, porque hemos podido datarlo entre los siglos IV y V, convirtiéndolo en la copia más antigua conocida. Por otro lado, porque hemos obtenido nuevas perspectivas sobre la transmisión del texto».
«Nuestros hallazgos sobre esta copia griega tardía del trabajo confirman la evaluación actual de que el Evangelio de la Infancia de Tomás fue originalmente escrito en griego», añade Gabriel Nocchi Macedo de la Universidad de Lieja.
Durante años, el manuscrito de aproximadamente once por cinco centímetros, había permanecido desapercibido porque se pensaba que su contenido era insignificante. Pero tras analizar los restos de trece líneas en letras griegas con alrededor de diez letras por línea, se dieron cuenta del auténtico valor del fragmento: «Se creía que se trataba de un documento cotidiano, como una carta privada o una lista de compras, debido a la escritura torpe», comenta Berkes.
«Lo primero que notamos fue la palabra Jesús en el texto. Luego, mediante la comparación con numerosos otros papiros digitalizados, desciframos letra por letra y rápidamente nos dimos cuenta de que no podía ser un documento cotidiano».
Los expertos consideran que realizar una copia del Evangelio pudo haber sido una práctica de escritura en una escuela o monasterio, a juzgar por la escritura no experimentada con líneas irregulares. De las pocas palabras en el fragmento, se deduce que el texto describe el inicio de la «revitalización de los gorriones», un episodio de la infancia de Jesús considerado como el «segundo milagro» en el Evangelio apócrifo de Tomás.
En ella se narra cómo Jesús juega en la orilla de un río caudaloso y forma doce gorriones con el barro que encuentra en el lodo. Cuando su padre José lo reprende por hacer tales cosas en el sagrado Sabbath, el niño Jesús de cinco años aplaude y da vida a las figuras de barro.
San Cirilo de Alejandría con motivo del final del Concilio de Éfeso –año 431-, en el que se proclamó la Maternidad divina de María, nos dejó el más célebre elogio mariano de la antigüedad…
Dios te salve, María, Madre de Dios,
tesoro veneradísimo de todo el orbe,
antorcha inextinguible, corona de virginidad,
cetro de recta doctrina,
templo indestructible,
habitación de Aquél que es inabarcable,
Virgen y Madre, por quien nos ha sido dado
Aquél que es llamado bendito por excelencia,
y que ha venido en nombre del Padre.
Salve a ti, que en tu santo y
virginal seno has encerrado
al Inmenso e Incomprehensible.
Por quien la Santísima Trinidad es
adorada y glorificada,
y la preciosa Cruz se venera y
festeja en toda la tierra.
Por quien exulta el Cielo,
se alegran los ángeles y
arcángeles, huyen los demonios.
Por quien el tentador fue arrojado del Cielo y
la criatura caída es llevada al Paraíso.
Por quien todos los hombres, aprisionados por el engaño de los
ídolos, llegan al conocimiento de la verdad.
Por quien el santo Bautismo es regalado a los creyentes,
se obtiene el óleo de la alegría, esfundada la Iglesia en todo el mundo,
y las gentes son movidas a penitencia.
¿Y qué más puedo decir?
Por quien el Unigénito Hijo de Dios brilló como Luz
sobre los que yacían en las tinieblas y sombras de la muerte.
Por quien los Profetas preanunciaron las cosas futuras.
Por quien los Apóstoles predicaron la salvación a los gentiles.
Por quien los muertos resucitan y los reyes reinan, por la Santísima Trinidad.
¿Quién de entre los hombres será capaz de alabar como se
merece a María, que es digna de toda alabanza? Es Virgen
Madre, ¡oh cosa maravillosa! Este milagro me llena de estupor.
¿Quién ha oído decir que al constructor de un templo se le prohíba habitar en él?
¿Quién podrá ser tachado de ignominia
por el hecho de que tome a su propia Esclava por Madre?
Así, pues, todo el mundo se alegra (...);
También nosotros hemos de adorar y respetar la unión del Verbo con la carne,
temer y dar culto a la Santa Trinidad, celebrar con nuestros
himnos a María, siempre Virgen, templo santo de Dios, y a su
Hijo, el Esposo de la Iglesia, Jesucristo Nuestro Señor.
A Él sea la gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
(SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Homilía pronunciada en el Concilio de Efeso; A. Hamman, Oraciones de los Primeros Cristianos, Rialp 1956, pag. 300)
Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre,
Estrella de la mañana, Vaso virginal.
Dios te salve, María, Virgen, Madre y Esclava: Virgen, por
gracia de Aquél que de ti nació sin menoscabo de tu virginidad;
Madre, por razón de Aquél que llevaste en tus brazos y
alimentaste con tu pecho; Esclava, por causa de Aquél que tomó
forma de siervo.
Entró el Rey en tu ciudad, o por decirlo más
claramente, en tu seno; y de nuevo salió como quiso,
permaneciendo cerradas tus puertas. Has concebido
virginalmente, y divinamente has dado a luz.
Dios te salve, María, Templo en el que Dios es recibido, o más
aun, Templo santo, como clama el Profeta David diciendo: santo
es tu templo, admirable en la equidad (Sal 64, 6).
Dios te salve, María, la joya más preciosa de todo el orbe;
Dios te salve, María, casta paloma;
Dios te salve, María, lámpara que nunca se apaga,
pues de ti ha nacido el Sol de justicia.
Dios te salve, María, lugar de Aquél que en ningún lugar es
contenido; en tu seno encerraste al Unigénito Verbo de Dios, y
sin semilla y sin arado hiciste germinar una espiga que no se
marchita.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien claman los
profetas y los pastores cantan a Dios sus alabanzas, repitiendo
con los ángeles el himno tremendo: gloria a Dios en lo más alto
de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.(…)
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien resplandeció la
luz verdadera, Jesucristo Nuestro Señor, que en Evangelio
afirma: Yo soy la Luz del mundo (Jn 8, 12).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brilló la luz
sobre los que yacían en la oscuridad y en la sombra de la
muerte: el pueblo que se sentaba en las tinieblas ha visto una
gran luz (Is 9, 2). ¿Y qué luz sino NuestroSeñor Jesucristo, luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo?
(Jn 1, 29).
Dios te salve. María, Madre de Dios, por quien en el Evangelio
se predica: bendito el que viene en el nombre del Señor (Mt 21,
9); por quien la Iglesia católica ha sido establecida en ciudades,
pueblos y aldeas.
(SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Encomio a la Santa Madre de Dios)
“¡Oh Santísima Señora, Theotokos, luz de mi pobre alma, mi esperanza,
mi protección, mi refugio, mi consuelo, y mi alegría!
Te agradezco por haberme permitido participar
del purísimo cuerpo y de la purísima sangre de tu Hijo.
Ilumina los ojos de mi corazón, O Bendita Virgen
que llevaste la fuente de la inmortalidad.
O tiernísima y amorosa Madre del Dios misericordioso; ten misericordia de mi
y concédeme un corazón arrepentido y contrito con humildad de mente.
Guarda mis pensamientos de que se pierdan en toda clase de distracciones,
y hazme siempre digno, hasta mi último aliento,
de recibir los purísimos misterios de Cristo para la sanación
de mi alma y cuerpo.
Dame lágrimas de arrepentimiento y de agradecimiento
para que yo pueda cantarte
y alabarte todos los días de mi vida,
porque tú eres siempre bendita y alabada. Amén.”
(SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Oración de agradecimiento a la Virgen María)