Ambas figuras aparecen representadas en millones de Pesebres
La reflexión de Benedicto XVI
Llega la Navidad, y estos días millones de hogares han cumplido con la tradición de poner su Portal de Belén, para representar de esta manera el nacimiento de Jesús.
Una tradición, la de montar el pesebre, que se puede realizar de diferentes formas. Algunos optan únicamente por las figuras principales, es decir, las de San José, la Virgen María y el Niño Jesús junto al buey y la mula.
Pero la mayoría de los Pesebres incluyen otras figuras que se han ido pasando de generación en generación, como los Reyes Magos, los artesanos, la lavandera, el soldado romano, los pastores con sus ovejas... o el buey y la mula.
¿Por qué el buey y la mula aparecen representados en el Portal de Belén?
Todo parece indicar que es una tradición que se remonta a los inicios del 'belenismo' en el año 1223, cuando San Francisco de Asís creó la representación del nacimiento de Cristo. En aquel momento, de Asís se encontraba en el pueblo italiano de Greccio. Eran los últimos años de su vida. Su salud era delicada, falleciendo tan solo tres años más tarde, en 1226.
"Desearía provocar el recuerdo del niño Jesús con toda la realidad posible, tal como nació en Belén y expresar todas las penas y molestias que tuvo que sufrir en su niñez. Desearía contemplar con mis ojos corporales cómo era aquello de estar recostado en un pesebre y dormir sobre las pajas entre un buey y la mula", contaba de Asís, según relata su primer biógrafo, Thomas de Celano. Este es el motivo por el que el buey y la mula están siempre representados en el Pesebre.
Según revela la tradición, la mula representa al animal más humilde de la creación, mientras que el buey tiene la función calentar con su aliento la cuna de Jesús. Hay que recordar además que tanto el buey como la mula son los símbolos proféticos tras los cuales se oculta el misterio de la iglesia católica. La Iglesia precisa que las personas son buey y mula frente a lo eterno, buey y mula cuyos ojos se abren en la Nochebuena para reconocen a su Señor.
La reflexión de Benedicto XVI sobre el buey y la mula
En su libro 'La Infancia de Jesús', el Papa Benedicto XVI recogía una cita de Isaías sobre ambos animales en el Portal de Belén.
“El pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio no se habla en este caso de animales.
Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1,3: ‘el buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende”.
En un primer momento y de manera errónea, muchos medios interpretaron que el Santo Padre estaba negando la existencia del buey y la mula en el pesebre, cuando no fue así.
El Jordánatraviesa Palestina de norte a sur y es un río principal de la región. Partiendo del lago Genesaret, el río Jordán sigue su curso formando meandros hasta alcanzar el Mar Muerto, recorriendo una distancia de 330 kilómetros.
Cuando desemboca en el Mar Muerto, alcanza los 392 metros bajo el nivel del mar. Por tanto, el Jordán es el único río del mundo que llega bajo el nivel del mar. Actualmente, es una de las más importantes fuentes de agua para Israel.
En el Antiguo Testamento, el río Jordán es citado en la curación del leproso Naaman. Según el relato, Naaman sufría de lepra y, tras haberse sumergido siete veces en las aguas del río, por orden del profeta Eliseo, se cura. Desde ese momento, Naaman renuncia al dios Rimon y acepta al Dios de Israel. Según los Evangelios, Juan Bautista desarrolló su predicación en las orillas del Jordán, donde Jesús fue bautizado. Juan predicó un «bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Marcos 1,4; cfr. Lucas 3,3) y realizaba estas inmersiones en las aguas del río Jordán (Marcos 1,5; cfr. Juan 1, 28; 3,23).
El episodio del Bautismo de Jesús narra el encuentro entre Jesús de Nazaret y Juan el Bautista. Ambos fueron engendrados por la revelación de lo posible frente a lo imposible. Siendo Jesús bautizado, entra en un nuevo tiempo… comienza su Vida Pública.
El Bautista, como precursor, anuncia Jesús, expone su doctrina e inaugura un gesto que después se convertirá en la puerta de entrada para el cristianismo: el bautismo en el agua.
El Padre unge al Hijo con el Espíritu para la misión liberadora de anunciar el Reino de justicia. Su unción recuerda el Salmo 2,7, «Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy», subrayando que él es el Rey Mesías. Pero su mesianismo se refiere a la actuación del Siervo del Señor (cfr. Isaías 42, 1ss).
Estos son los acontecimientos bíblicos que, según la Sagrada Escritura, tuvieron lugar en las orillas de este río. Por esto se advierte una presencia cristiana en torno a este lugar. El sitio era ya conocido como un lugar sagrado en el IV siglo d.C. Esto lo atestiguan las ruinas de numerosas iglesias bizantinas, donde hay bellísimos mosaicos, escaleras de mármol que llevan al agua y una única piscina bautismal.
Desde la Guerra de los Seis Días en 1967, el área se ha convertido en zona militar cerrada. Desde hace poco tiempo, el lugar había sido reabierto al público, pero sólo dos veces al año o con cita previa. Sin embargo, en los últimos años, el Ministerio de Turismo de Israel ha hecho de este lugar un importante centro de peregrinación.
La aparición del cristianismo como fenómeno social
En el año 313 después de Cristo, el emperador romano de occidente, Constantino el Grande, y su homólogo de Oriente, Licinio, firmaron el Edicto de Milán, también llamado por la historiografía Edicto de Constantino o Acuerdos de Milán. Estas disposiciones imperiales otorgaban a la religión cristiana el carácter de religio licita, poniendo fin a las periódicas persecuciones contra los cristianos.
Cincuenta años más tarde, en el 380, Teodosio, emperador romano de oriente y occidente, por el decreto Cunctos populos o Edicto de Tesalónica, erigirá la religión cristiana como religión oficial del imperio romano y empezará una persecución implacable de los cultos paganos.
¿Cómo fue posible la expansión de un pequeño movimiento mesiánico nacido en los confines del Imperio romano, hasta llegar a convertirse en la religión dominante de la civilización occidental?
La irrupción del cristianismo en el imperio romano supuso una novedad respecto a los cultos antiguos y tradicionales. La religión en Roma se encontraba al servicio del estado que ejercía un control total sobre ella. De hecho, el emperador era el Pontifex Maximus y la religión formaba parte del ius publicum.
Los emperadores romanos, hombres prácticos y supersticiosos a la vez, fueron incorporando a la religión romana los cultos de los pueblos conquistados, logrando dos objetivos: no herir la sensibilidad de los recién conquistados y ganarse el favor de sus dioses (la pax deorum).
En ese sentido, el pantheon quedará como edificio emblemático donde cualquier ciudadano romano de cualquier lugar del imperio podría encontrar reconocido su culto particular.
La única novedad que incluyó el imperio respecto a los cultos ya existentes, fue la instauración del culto al emperador divinizado como culto por encima de todos los cultos y expresión de su dominio sobre los pueblos conquistados.
En las ciudades del Imperio todas las festividades cívicas tenían su celebración religiosa que se encontraba perfectamente descrita tanto en el ceremonial, como en la participación obligatoria de ministros y pueblo. Los únicos cultos perseguidos eran los que podían causar desorden social como los cultos a Baco o a Dionisio que eran propicios a los excesos.
De alguna manera, la religión ordenaba la ciudad, tenía una función social y además aseguraba la protección de los dioses sobre ella. La religión era una institución pública, algo de la comunidad, no del individuo. No se concebía como un hecho o sentimiento individual y menos como un sentimiento universal. La religión era una cuestión de estado y su práctica un óptimo medio de gobierno y de educación de los ciudadanos.
Otra característica de las religiones antiguas era su carácter nacional o urbano. A nadie se le consentía adoptar otra religión fuera de la de su nación. Es decir, cada ciudad independiente, o cada pueblo, etnia o nación tenía su propia religión, con sus propios dioses (aunque unos fueran trasuntos de otros) y no trataban de extender ese culto, imponerlo, o rivalizar con los cultos extranjeros.
De hecho, la muerte de Sócrates viene motivada por la acusación de querer importar deidades nuevas. Es más, en el caso de las grandes metrópolis del Imperio, Roma o Atenas (el famoso altar al dios desconocido), los distintos cultos convivían y eran bien recibidos. Se vivía una cierta tolerancia universal en el tema religioso cuanto no un sincretismo claro.
La libertad religiosa consistía en la posibilidad de participar en los ritos de las religiones nacionales, pero no era un derecho de la conciencia individual; como expresaba Cicerón en el De legibus: “Nadie tendrá dioses separadamente; y no se rinda culto privadamente a nuevos ni extranjeros, sino a los públicamente admitidos”.
Este sistema se rompe con la llegada del cristianismo. La nova religió (que por lo tanto carecía de una respetable tradición) presenta dos características inauditas: es proselitista y es intolerante. Nos encontramos por primera vez con una religión que se cree poseedora de la verdad y que tiene un sentido ecuménico, universal. Los cristianos son proselitistas, pretenden extender su culto y además su creencia no se encuentra ligada a una raza, nación o ciudad.
Además, no toleran otros cultos, puesto que los consideran falsos, introduciendo el concepto de herejía. Aquí cabría preguntarse por el judaísmo. El judaísmo es monoteísta, se presenta como la religión verdadera y de alguna manera también hace prosélitos. Esto es cierto, pero por un lado era una religión tradicional, antigua (algo que valoraban mucho los romanos), y por otro lado su proselitismo quedaba frenado por tratarse de una religión étnica, una religión de raza, lo cual la hacía disculpable a los ojos de la autoridad romana, que además otorgaba a los judíos un estatuto especial debido a su capacidad económica. No obstante, los mismos hebreos no se vieron exentos de persecuciones y violencias por parte de los emperadores romanos.
El choque del cristianismo con las religiones tradicionales propiciará la persecución por parte de la autoridad romana. Aparte de motivaciones particulares como las locuras imperiales, el ajuste de cuentas, la desviación de la atención del mal gobierno, el dar gusto a la gente, psicosis colectiva, etc… las magistraturas romanas verán en el cristianismo un atentado al orden social y al sistema religioso romano. No se trata de un odio teológico sino de razones políticas.
El desprecio al culto del emperador y a las demás religiones del Imperio era un ataque a las instituciones fundamentales. Bajo este prisma, no nos puede sorprender que el cristianismo haya sido acusado de ateísmo por parte de Roma. A sus ojos, eran ateos por no creer en los dioses tradicionales, en los dioses de sus antepasados, en los dioses protectores de la ciudad. Su religión no era cívica y, en consecuencia, no eran buenos ciudadanos. De hecho, se les perseguía con un sistema policial (ius coercitivum) más que con uno judicial.
Las persecuciones contra los cristianos propiciaron muchos mártires, también lapsis (apóstatas) y destrucción de comunidades enteras. No obstante, fueron discontinuas tanto en el tiempo como en el espacio. Es decir, hubo períodos de paz largos, en algunos casos tolerancia positiva hacia los cristianos y la aplicación de los decretos de persecución no siempre se cumplía con el mismo rigor en todas las partes del imperio.
Además, algunas veces la persecución se centraba sólo en la jerarquía y el clero, otras en los cristianos que ocupaban puestos en el funcionariado del imperio, o en las clases pudientes, y otras veces, se limitaban a la confiscación de bienes o la destrucción de lugares de culto. Esta variedad de modelos persecutorios, habla ya por sí sola del grado de desarrollo del cristianismo, sobre todo a partir del siglo III de nuestra era.
Nació en Africa, gobernó la Iglesia durante tres años. Vio junto con el Emperador Constantino el triunfo del cristianismo que después de la visión "in hoc signo vinces" se convirtió en "religión oficial del estado" con Tedosio. Aludiendo a él pronunció San Agustín estas palabras: "¡Oh hombre excelente, oh verdadero hijo de la paz, oh verdadero padre del pueblo cristiano!"
Se desconoce su año de nacimiento, pero fue elegido en el 310 o 311, y murió el 10 u 11 de enero del 314. Después del destierro del papa san Eusebio, la sede romana permaneció vacante por cierto tiempo, probablemente por las complicaciones del problema de los apóstatas, que había motivado el destierro de Eusebio (ver el artículo sobre él), y que no había quedado aclarado con el alejamiento del papa y de Heraclio, el instigador de la revuelta. El 2 de julio del 310 o 311, Melquíades, nativo de África, fue elevado al papado. Se desconoce el año exacto ya que el Catálogo Liberiano dice 2 de julio del 311 («ex die VI non. iul. a cons. Maximiliano VIII solo, quod fuit mense septembri Volusiano et Rufino»), pero en contradicción con este dato, se dice que su muerte ocurrió el 2 de enero del 314, luego de un pontificado que duró «tres años, seis meses y ocho días», lo que llevaría al 310. Lo más probable es que se trate de un error de copista, y que haya querido decir que el pontificado duró II años, no III, por lo que la fecha correcta sería el 311.
En este tiempo (el 310 o el 311) se promulgó un edicto de tolerancia firmado por los emperadores Galerio, Licinio y Constantino, poniendo fin a la gran persecución, y permitiendo que se reconstruyera la vida religiosa cristiana. Solamente en los pueblos del Oriente que estaban bajo el mando de Máximo Daia el cristianismo constinuó siendo perseguido. El emperador dio al papa Melquíades el derecho de recibir nuevamente, a través del prefecto de la ciudad, todos los edificios eclesiásticos y posesiones que habían sido confiscadas durante la persecución. Los dos diáconos romanos, Estratón y Casiano, fueron comisionados por el papa para discutir esta cuestión con el prefecto y recibir las propiedades eclesiásticas, lo que hizo posible reorganizar a fondo la administración eclesiástica y la vida religiosa de los cristianos en Roma.
Melquíades hizo traer de Sicilia a Roma los restos de su predecesor, Eusebio, y los hizo enterrar en una cripta del cementerio de Calixto. Al año siguiente el papa fue testigo del triunfo de la Cruz, con la vistoria sobre Majencio (victoria de Puente Milvio, 27 de octubre del 312), y la entrada en Roma del emperador Constantino, vuelto cristiano. Más tarde el emperador regaló a la Iglesia romana el palacio de Letrán, que vino a ser residencia de los papas, y por consecuencia, la sede de las sedes de la administración de la Iglesia romana. la basílica que estaba adjunta al palacio, o que fue construida después, vino a ser la iglesia principal de Roma.
En el 313 los donatistas (movimiento rigorista surgido en África encabezado por el obispo Donato) apelaron a Constantino para que nombrara obispos de la Galia como jueces para dirimir la controversia en el episcopado africano en relación a la consagración en Cartago de dos obispos, Ceciliano (rechazado por los donatistas) y su oponente, Majorino. Ceciliano había cedido a la presión de las torturas en la persecución, y luego se arrepintió y volvió a la comunión de la Iglesia; pero los donatistas consideraban que quien se había hecho indigno por la caída, no podía celebrar los sagrados misterios, y mucho menos ser consagrado obispo. Constantino escribió acerca de esto a Melquíades y a Marcos, pidiendo al papa que reuniera en Roma tres obispos de la Galia para escuchar a Ceciliano y a su oponente, y decidir el caso. El 2 de octubre del 313, reunido en el palacio lateranense, bajo la presidencia de Melquíades, un sínodo de dieciocho obispos de Galia e Italia, luego de una deliberación de tres días sobre los argumentos donatistas, decidieron a favor de Ceciliano, cuya elección y consagración como obispo de Cartago fue declarada legítima.
El «Liber Pontificalis» -libro con biografías de los papas editado hacia el siglo VII, que contiene muchas inexactitudes históricas, aunque es a menudo la única fuente disponible- señala que en época de Melquíades había algunos maniqueos en Roma; efectivamente es posible que los maniqueos hayan comenzado a desplazarse hacia Occidente en el siglo IV. También atribuye a Melquíades dos decretos: uno en el que prohibe absolutamente el ayuno los días jueves y domingos, «quia eos dies pagani quasi sacrum ieiunium celebrabant» («porque en esos días los paganos celebraban un ayuno sagrado»); la razón probablemente no proviene de la época de Melquíades, sino de la más tardía del autor del «Liber Pontificalis» (en la que ya se había perdido memoria de las costumbres paganas en Roma). El mismo libro no es menos arbitrario en atribuir a Melquíades un decreto según el cual la Oblación consagrada en las misas solemnes del papa (es decir, el pan eucarístico) debía repartirse a las diversas iglesias de Roma. Esta costumbre es propia de la Iglesia romana, pero no hay nada en firme que permita remontarla hasta Melquíades, como afirma el «Liber Pontificalis».
Después de su muerte, ocurrida el 10 u 11 de enero (el «Catálogo Liberiano» dice «III id. jan.», mientras que la «Depositio Episcoporum» trae «IIII id. jan.») del 314, Melquíades fue enterrado en la catacumba de san Calixto, y fue venerado como santo. El «Martyrologium Hieronymianum» lo inscribe el 10 de enero, y así lo vuelve a inscribir el nuevo Martirologio Romano, luego de que el antiguo lo recordara el 10 de diciembre.
Liber Pontificalis, ed Duchesne, I, 168-196; Urbain Ein Martyrologium der christl. Gemeinde zu Rom (Leipzig, 1901), 118-119; Langen, Geschichte der römischen Kirche, I, 328 sqq.; Allard, Histoire des persécutions, V, 200, 203; Duchesne, Histoire ancienne de l'Église, II, 96, 97, 110-112. Traducido para ETF, con algunos pocos cambios, del artículo de J.P. Kirsch en la Catholic Encyclopedia.
fuente: Catholic Encyclopedia
Era una hermosísima Señora, que le habló con palabras de excepcional ternura
Juan Diego Cuauhtlatoatzin (que significa: Águila que habla o El que habla como águila), un indio humilde, de la etnia indígena de los chichimecas, nació en torno al año 1474, en Cuauhtitlán, que en ese tiempo pertenecía al reino de Texcoco. Juan Diego fue bautizado por los primeros franciscanos, aproximadamente en 1524.
En 1531, Juan Diego era un hombre maduro, como de unos 57 años de edad; edificó a los demás con su testimonio y su palabra; de hecho, se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo; ya “que cuanto pedía y rogaba la Señora del cielo, todo se le concedía”.
Juan Diego fue un hombre virtuoso, las semillas de estas virtudes habían sido inculcadas, cuidadas y protegidas por su ancestral cultura y educación, pero recibieron plenitud cuando Juan Diego tuvo el gran privilegio de encontrarse con la Madre de Dios, María Santísima de Guadalupe, siendo encomendado a portar a la cabeza de la Iglesia y al mundo entero el mensaje de unidad, de paz y de amor para todos los hombres; fue precisamente este encuentro y esta maravillosa misión lo que dio plenitud a cada una de las hermosas virtudes que estaban en el corazón de este humilde hombre y fueron convertidas en modelo de virtudes cristianas; Juan Diego fue un hombre humilde y sencillo, obediente y paciente, cimentado en la fe, de firme esperanza y de gran caridad.
Poco después de haber vivido el importante momento de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego se entregó plenamente al servicio de Dios y de su Madre, transmitía lo que había visto y oído, y oraba con gran devoción; aunque le apenaba mucho que su casa y pueblo quedaran distantes de la Ermita.
Él quería estar cerca del Santuario para atenderlo todos los días, especialmente barriéndolo, que para los indígenas era un verdadero honor; como recordaba fray Gerónimo de Mendieta: “A los templos y a todas las cosas consagradas a Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempos de su gentilidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los mismos señores).”
Juan Diego se acercó a suplicarle al señor Obispo que lo dejara estar en cualquier parte que fuera, junto a las paredes de la Ermita para poder así servir todo el tiempo posible a la Señora del Cielo. El Obispo, que estimaba mucho a Juan Diego, accedió a su petición y permitió que se le construyera una casita junto a la Ermita. Viendo su tío Juan Bernardino que su sobrino servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar juntos; “pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron”.
Juan Diego manifestó la gran nobleza de corazón y su ferviente caridad cuando su tío estuvo gravemente enfermo; asimismo Juan Diego manifestó su fe al estar con el corazón alegre, ante las palabras que le dirigió Santa María de Guadalupe, quien le aseguró que su tío estaba completamente sano; fue un indio de una fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus casas y tierras para ir a vivir a una pobre choza, a un lado de la Ermita; a dedicarse completamente al servicio del templo de su amada Niña del Cielo, la Virgen Santa María de Guadalupe, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su amor maternal a todos lo hombres y mujeres.
Juan Diego tenía “sus ratos de oración en aquel modo que sabe Dios dar a entender a los que le aman y conforme a la capacidad de cada uno, ejercitándose en obras de virtud y mortificación.” También se nos refiriere en el Nican motecpana: “A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacía penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del cielo.”
Toda persona que se acercaba a Juan Diego tuvo la oportunidad de conocer de viva voz los pormenores del Acontecimiento Guadalupano, la manera en que había ocurrido este encuentro maravilloso y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de Guadalupe; como lo indicó el indio Martín de San Luis cuando rindió su testimonio en 1666: “Todo lo cual lo contó el dicho Diego de Torres Bullón a este testigo con mucha distinción y claridad, que se lo había dicho y contado el mismo Indio Juan Diego, porque lo comunicaba.” Juan Diego se constituyó en un verdadero misionero.
Cuando Juan Diego se casó con María Lucía, quien había muerto dos años antes de las Apariciones, habían escuchado un sermón a fray Toribio de Benavente en donde se exaltaba la castidad, que era agradable a Dios y a la Virgen Santísima, por lo que los dos decidieron vivirla; se nos refiere: “Era viudo: dos años antes de que se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía.”
Es un hecho que Juan Diego siempre edificó a los demás con su testimonio y su palabra; constantemente se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo; ya “que cuanto pedía y rogaba la Señora del cielo, todo se le concedía”.
El indio Gabriel Xuárez, quien tenía entre 112 y 115 años cuando dio su testimonio en las Informaciones Jurídicas de 1666; declaró cómo Juan Diego era un verdadero intercesor de su pueblo, decía: “que la dicha Santa Imagen le dijo al dicho Juan Diego la parte y lugar, donde se le había de hacer la dicha Ermita que fue donde se le apareció, que la ha visto hecha y la vio empezar este testigo, como lleva dicho donde son muchos los hombres y mujeres que van a verla y visitarla como este testigo ha ido una y muchas veces a pedirle remedio, y del dicho indio Juan para que como su pueblo, interceda por él.”
El anciano indio Gabriel Xuárez también señaló detalles importantes sobre la personalidad de Juan Diego y la gran confianza que le tenía el pueblo para que intercediera en sus necesidades: “el dicho Juan Diego, –decía Gabriel Xuárez– respecto de ser natural de él y del barrio de Tlayacac, era un Indio buen cristiano, temeroso de Dios, y de su conciencia, y que siempre le vieron vivir quieta y honestamente, sin dar nota, ni escándalo de su persona, que siempre le veían ocupado en ministerios del servicio de Dios Nuestro Señor, acudiendo muy puntualmente a la doctrina y divinos oficios, ejercitándose en ello muy ordinariamente porque a todos los Indios de aquel tiempo oía este testigo, decirles era varón santo, y que le llamaban el peregrino, porque siempre lo veían andar solo y solo se iba a la doctrina de la iglesia de Tlatelulco, y después que se le apareció al dicho Juan Diego la Virgen de Guadalupe, y dejó su pueblo, casas y tierras, dejándolas a su tío suyo, porque ya su mujer era muerta; se fue a vivir a una casa Juan Diego que se le hizo pegada a la dicha Ermita, y allá iban muy de ordinario los naturales de este dicho pueblo a verlo a dicho paraje y a pedirle intercediese con la Virgen Santísima les diese buenos temporales en sus milpas, porque en dicho tiempo todos lo tenían por Varón Santo.”
La india doña Juana de la Concepción que también dio su testimonio en estas Informaciones, confirmó que Juan Diego, efectivamente, era un hombre santo, pues había visto a la Virgen: “todos los Indios e Indias –declaraba– de este dicho pueblo le iban a ver a la dicha Ermita, teniéndole siempre por un santo varón, y esta testigo no sólo lo oía decir a los dichos sus padres, sino a otras muchas personas”.
Mientras que el indio Pablo Xuárez recordaba lo que había escuchado sobre el humilde indio mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, decía que para el pueblo, Juan Diego era tan virtuoso y santo que era un verdadero modelo a seguir, declaraba el testigo que Juan Diego era “amigo de que todos viviesen bien, porque como lleva referido decía la dicha su abuela que era un varón santo, y que pluguiese a Dios, que sus hijos y nietos fuesen como él, pues fue tan venturoso que hablaba con la Virgen, por cuya causa le tuvo siempre esta opinión y todos los de este pueblo.”
El indio don Martín de San Luis incluso declaró que la gente del pueblo: “le veía hacer al dicho Juan Diego grandes penitencias y que en aquel tiempo le decían varón santísimo.”
Como decíamos, Juan Diego murió en 1548, un poco después de su tío Juan Bernardino, el cual falleció el 15 de mayo de 1544; ambos fueron enterrados en el Santuario que tanto amaron. Se nos refiere en el Nican motecpana: “Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la Señora del cielo, murió en el año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, a la sazón que murió el señor obispo.
A su tiempo le consoló mucho la Señora del cielo, quien le vio y le dijo que ya era hora de que fuese a conseguir y gozar en el cielo, cuanto le había prometido. También fue sepultado en el templo. Andaba en los setenta y cuatro años.” En el Nican motecpana se exaltó su santidad ejemplar: “¡Ojalá que así nosotros le sirvamos y que nos apartemos de todas las cosas perturbadoras de este mundo, para que también podamos alcanzar los eternos gozos del cielo!”
Texto completo de la Carta del Papa sobre San José "Con Corazón de Padre"
El Papa ha anunciado hoy que comienza un año dedicado a San José, este año se celebran 150 años desde que fue declarado patrón de la Iglesia universal por el papa cuando fue declarado patrón de la Iglesia universal por el papa Pío IX.
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CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DEL 150.° ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN DE SAN JOSÉ COMO PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL
CON CORAZÓN DE PADRE: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José».[1]
Los dos evangelistas que evidenciaron su figura, Mateo y Lucas, refieren poco, pero lo suficiente para entender qué tipo de padre fuese y la misión que la Providencia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre, porque en otro sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pastores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la madre, presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extranjero (cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y de Jerusalén, donde estaba el templo. Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que tenía doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el templo mientras discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el Magisterio pontificio como José, su esposo. Mis predecesores han profundizado en el mensaje contenido en los pocos datos transmitidos por los Evangelios para destacar su papel central en la historia de la salvación: el beato Pío IX lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica»,[2] el venerable Pío XII lo presentó como “Patrono de los trabajadores”[3] y san Juan Pablo II como «Custodio del Redentor».[4] El pueblo lo invoca como «Patrono de la buena muerte».[5]
Por eso, al cumplirse ciento cincuenta años de que el beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, lo declarara como Patrono de la Iglesia Católica, quisiera —como dice Jesús— que “la boca hable de aquello de lo que está lleno el corazón” (cf. Mt 12,34), para compartir con ustedes algunas reflexiones personales sobre esta figura extraordinaria, tan cercana a nuestra condición humana. Este deseo ha crecido durante estos meses de pandemia, en los que podemos experimentar, en medio de la crisis que nos está golpeando, que «nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes — corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. [...]
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos».[6] Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. A todos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud.
1. Padre amado
La grandeza de san José consiste en el hecho de que fue el esposo de María y el padre de Jesús. En cuanto tal, «entró en el servicio de toda la economía de la encarnación», como dice san Juan Crisóstomo.[7]
San Pablo VI observa que su paternidad se manifestó concretamente «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al haber utilizado la autoridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia, para hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo; al haber convertido su vocación humana de amor doméstico en la oblación sobrehumana de sí mismo, de su corazón y de toda capacidad en el amor puesto al servicio del Mesías nacido en su casa».[8]
Por su papel en la historia de la salvación, san José es un padre que siempre ha sido amado por el pueblo cristiano, como lo demuestra el hecho de que se le han dedicado numerosas iglesias en todo el mundo; que muchos institutos religiosos, hermandades y grupos eclesiales se inspiran en su espiritualidad y llevan su nombre; y que desde hace siglos se celebran en su honor diversas representaciones sagradas. Muchos santos y santas le tuvieron una gran devoción, entre ellos Teresa de Ávila, quien lo tomó como abogado e intercesor, encomendándose mucho a él y recibiendo todas las gracias que le pedía. Alentada por su experiencia, la santa persuadía a otros para que le fueran devotos.[9]
En todos los libros de oraciones se encuentra alguna oración a san José. Invocaciones particulares que le son dirigidas todos los miércoles y especialmente durante todo el mes de marzo, tradicionalmente dedicado a él.[10]
La confianza del pueblo en san José se resume en la expresión “Ite ad Ioseph”, que hace referencia al tiempo de hambruna en Egipto, cuando la gente le pedía pan al faraón y él les respondía: «Vayan donde José y hagan lo que él les diga» (Gn 41,55). Se trataba de José el hijo de Jacob, a quien sus hermanos vendieron por envidia (cf. Gn 37,11-28) y que —siguiendo el relato bíblico— se convirtió posteriormente en virrey de Egipto (cf. Gn 41,41-44).
Como descendiente de David (cf. Mt 1,16.20), de cuya raíz debía brotar Jesús según la promesa hecha a David por el profeta Natán (cf. 2 Sam 7), y como esposo de María de Nazaret, san José es la pieza que une el Antiguo y el Nuevo Testamento.
2. Padre en la ternura
José vio a Jesús progresar día tras día «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52). Como hizo el Señor con Israel, así él “le enseñó a caminar, y lo tomaba en sus brazos: era para él como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y se inclina hacia él para darle de comer” (cf. Os 11,3-4).
Jesús vio la ternura de Dios en José: «Como un padre siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternura por quienes lo temen» (Sal 103,13).
En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de ternura,[11] que es bueno para todos y «su ternura alcanza a todas las criaturas» (Sal 145,9).
La historia de la salvación se cumple creyendo «contra toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo diga: «Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: “¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad”» (2 Co 12,7-9).
Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura.[12]
El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La Verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32): viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie, celebra con nosotros, porque «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 24).
También a través de la angustia de José pasa la voluntad de Dios, su historia, su proyecto. Así, José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia.
3. Padre en la obediencia
Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su plan de salvación, también a José le reveló sus designios y lo hizo a través de sueños que, en la Biblia, como en todos los pueblos antiguos, eran considerados uno de los medios por los que Dios manifestaba su voluntad.[13]
José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María; no quería «denunciarla públicamente»,[14] pero decidió «romper su compromiso en secreto» (Mt 1,19). En el primer sueño el ángel lo ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta fue inmediata: «Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24). Con la obediencia superó su drama y salvó a María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: «Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país. Y cuando en un tercer sueño el mensajero divino, después de haberle informado que los que intentaban matar al niño habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su madre y que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre y entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21).
Pero durante el viaje de regreso, «al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es la cuarta vez que sucedió—, se retiró a la región de Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret» (Mt 2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató que José afrontó el largo e incómodo viaje de Nazaret a Belén, según la ley del censo del emperador César Augusto, para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue precisamente en esta circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el censo del Imperio, como todos los demás niños (cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de resaltar que los padres de Jesús observaban todas las prescripciones de la ley: los ritos de la circuncisión de Jesús, de la purificación de María después del parto, de la presentación del primogénito a Dios (cf. 2,21-24).[15]
En cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia, enseñó a Jesús a ser sumiso a sus padres, según el mandamiento de Dios (cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Jesús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha voluntad se transformó en su alimento diario (cf. Jn 4,34). Incluso en el momento más difícil de su vida, que fue en Getsemaní, prefirió hacer la voluntad del Padre y no la suya propia[16] y se hizo «obediente hasta la muerte [...] de cruz» (Flp 2,8). Por ello, el autor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús «aprendió sufriendo a obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que José «ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente “ministro de la salvación”».[17]
4. Padre en la acogida
José acogió a María sin poner condiciones previas. Confió en las palabras del ángel. «La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio».[18]
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. Parecen hacerse eco las ardientes palabras de Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse contra todo el mal que le sucedía, respondió: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?» (Jb 2,10).
José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia.
La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo de David, no temas» (Mt 1,20), parece repetirnos también a nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado nuestra ira y decepción, y hacer espacio —sin ninguna resignación mundana y con una fortaleza llena de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero está allí. Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos reprocha algo, Él «es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1 Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm 8,28). Y san Agustín añade: «Aun lo que llamamos mal (etiam illud quod malum dicitur)».[19] En esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la responsabilidad en primera persona.
La acogida de José nos invita a acoger a los demás, sin exclusiones, tal como son, con preferencia por los débiles, porque Dios elige lo que es débil (cf. 1 Co 1,27), es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68,6) y nos ordena amar al extranjero.[20] Deseo imaginar que Jesús tomó de las actitudes de José el ejemplo para la parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).
5. Padre de la valentía creativa
Si la primera etapa de toda verdadera curación interior es acoger la propia historia, es decir, hacer espacio dentro de nosotros mismos incluso para lo que no hemos elegido en nuestra vida, necesitamos añadir otra característica importante: la valentía creativa. Esta surge especialmente cuando encontramos dificultades. De hecho, cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener.
Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre, que cuando llegó a Belén y no encontró un lugar donde María pudiera dar a luz, se instaló en un establo y lo arregló hasta convertirlo en un lugar lo más acogedor posible para el Hijo de Dios que venía al mundo (cf. Lc 2,6-7). Ante el peligro inminente de Herodes, que quería matar al Niño, José fue alertado una vez más en un sueño para protegerlo, y en medio de la noche organizó la huida a Egipto (cf. Mt 2,13-14).
De una lectura superficial de estos relatos se tiene siempre la impresión de que el mundo esté a merced de los fuertes y de los poderosos, pero la “buena noticia” del Evangelio consiste en mostrar cómo, a pesar de la arrogancia y la violencia de los gobernantes terrenales, Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación. Incluso nuestra vida parece a veces que está en manos de fuerzas superiores, pero el Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante, con la condición de que tengamos la misma valentía creativa del carpintero de Nazaret, que sabía transformar un problema en una oportunidad, anteponiendo siempre la confianza en la Providencia.
Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar.
Es la misma valentía creativa que mostraron los amigos del paralítico que, para presentarlo a Jesús, lo bajaron del techo (cf. Lc 5,17-26). La dificultad no detuvo la audacia y la obstinación de esos amigos. Ellos estaban convencidos de que Jesús podía curar al enfermo y «como no pudieron introducirlo por causa de la multitud, subieron a lo alto de la casa y lo hicieron bajar en la camilla a través de las tejas, y lo colocaron en medio de la gente frente a Jesús. Jesús, al ver la fe de ellos, le dijo al paralítico: “¡Hombre, tus pecados quedan perdonados!”» (vv. 19-20). Jesús reconoció la fe creativa con la que esos hombres trataron de traerle a su amigo enfermo.
El Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las demás familias, como muchos de nuestros hermanos y hermanas migrantes que incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el hambre. A este respecto, creo que san José sea realmente un santo patrono especial para todos aquellos que tienen que dejar su tierra a causa de la guerra, el odio, la persecución y la miseria.
Al final de cada relato en el que José es el protagonista, el Evangelio señala que él se levantó, tomó al Niño y a su madre e hizo lo que Dios le había mandado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). De hecho, Jesús y María, su madre, son el tesoro más preciado de nuestra fe.[21]
En el plan de salvación no se puede separar al Hijo de la Madre, de aquella que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con su Hijo hasta la cruz».[22]
Debemos preguntarnos siempre si estamos protegiendo con todas nuestras fuerzas a Jesús y María, que están misteriosamente confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra custodia. El Hijo del Todopoderoso viene al mundo asumiendo una condición de gran debilidad. Necesita de José para ser defendido, protegido, cuidado, criado. Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María, que encuentra en José no sólo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre velará por ella y por el Niño. En este sentido, san José no puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en la maternidad de la Iglesia se manifiesta la maternidad de María.[23] José, a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia, sigue amparando al Niño y a su madre, y nosotros también, amando a la Iglesia, continuamos amando al Niño y a su madre.
Este Niño es el que dirá: «Les aseguro que siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). Así, cada persona necesitada, cada pobre, cada persona que sufre, cada moribundo, cada extranjero, cada prisionero, cada enfermo son “el Niño” que José sigue custodiando. Por eso se invoca a san José como protector de los indigentes, los necesitados, los exiliados, los afligidos, los pobres, los moribundos. Y es por lo mismo que la Iglesia no puede dejar de amar a los más pequeños, porque Jesús ha puesto en ellos su preferencia, se identifica personalmente con ellos. De José debemos aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacramentos y la caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de estas realidades está siempre el Niño y su madre.
6. Padre trabajador
Un aspecto que caracteriza a san José y que se ha destacado desde la época de la primera Encíclica social, la Rerum novarum de León XIII, es su relación con el trabajo. San José era un carpintero que trabajaba honestamente para asegurar el sustento de su familia. De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa comer el pan que es fruto del propio trabajo.
En nuestra época actual, en la que el trabajo parece haber vuelto a representar una urgente cuestión social y el desempleo alcanza a veces niveles impresionantes, aun en aquellas naciones en las que durante décadas se ha experimentado un cierto bienestar, es necesario, con una conciencia renovada, comprender el significado del trabajo que da dignidad y del que nuestro santo es un patrono ejemplar.
El trabajo se convierte en participación en la obra misma de la salvación, en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convierte en ocasión de realización no sólo para uno mismo, sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad que es la familia. Una familia que carece de trabajo está más expuesta a dificultades, tensiones, fracturas e incluso a la desesperada y desesperante tentación de la disolución. ¿Cómo podríamos hablar de dignidad humana sin comprometernos para que todos y cada uno tengan la posibilidad de un sustento digno?
La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en creador del mundo que nos rodea. La crisis de nuestro tiempo, que es una crisis económica, social, cultural y espiritual, puede representar para todos un llamado a redescubrir el significado, la importancia y la necesidad del trabajo para dar lugar a una nueva “normalidad” en la que nadie quede excluido. La obra de san José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre no desdeñó el trabajo. La pérdida de trabajo que afecta a tantos hermanos y hermanas, y que ha aumentado en los últimos tiempos debido a la pandemia de Covid-19, debe ser un llamado a revisar nuestras prioridades. Imploremos a san José obrero para que encontremos caminos que nos lleven a decir: ¡Ningún joven, ninguna persona, ninguna familia sin trabajo!
7. Padre en la sombra
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su libro La sombra del Padre,[24] noveló la vida de san
José. Con la imagen evocadora de la sombra define la figura de José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial en la tierra: lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos. Pensemos en aquello que Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, donde viste cómo el Señor, tu Dios, te cuidaba como un padre cuida a su hijo durante todo el camino» (Dt 1,31). Así José ejercitó la paternidad durante toda su vida.[25]
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él.
En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en día necesita padres. La amonestación dirigida por san Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán tener diez mil instructores, pero padres no tienen muchos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería poder decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré para Cristo al anunciarles el Evangelio» (ibíd.). Y a los Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (4,19).
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentralizarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su silencio persistente no contempla quejas, sino gestos concretos de confianza. El mundo necesita padres, rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren usar la posesión del otro para llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con autoritarismo, servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con asistencialismo, fuerza con destrucción. Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración.
La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios. Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que vive plenamente su paternidad sólo cuando se ha hecho “inútil”, cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado. Después de todo, eso es lo que Jesús sugiere cuando dice: «No llamen “padre” a ninguno de ustedes en la tierra, pues uno solo es su Padre, el del cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la condición de ejercer la paternidad, debemos recordar que nunca es un ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior. En cierto sentido, todos nos encontramos en la condición de José: sombra del único Padre celestial, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45); y sombra que sigue al Hijo.
*.*.*
«Levántate, toma contigo al niño y a su madre» (Mt 2,13), dijo Dios a san José.
El objetivo de esta Carta apostólica es que crezca el amor a este gran santo, para ser impulsados a implorar su intercesión e imitar sus virtudes, como también su resolución.
En efecto, la misión específica de los santos no es sólo la de conceder milagros y gracias, sino la de interceder por nosotros ante Dios, como hicieron Abrahán[26] y Moisés,[27] como hace Jesús, «único mediador» (1 Tm 2,5), que es nuestro «abogado» ante Dios Padre (1 Jn 2,1), «ya que vive eternamente para interceder por nosotros» (Hb 7,25; cf. Rm 8,34).
Los santos ayudan a todos los fieles «a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad».[28] Su vida es una prueba concreta de que es posible vivir el Evangelio.
Jesús dijo: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), y ellos a su vez son ejemplos de vida a imitar. San Pablo exhortó explícitamente: «Vivan como imitadores míos» (1 Co 4,16).[29] San José lo dijo a través de su elocuente silencio.
Ante el ejemplo de tantos santos y santas, san Agustín se preguntó: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas?». Y así llegó a la conversión definitiva exclamando: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva!».[30]
No queda más que implorar a san José la gracia de las gracias: nuestra conversión. A él dirijamos nuestra oración:
Salve, custodio del Redentor y esposo de la Virgen María. A ti Dios confió a su Hijo, en ti María depositó su confianza, contigo Cristo se forjó como hombre. Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros y guíanos en el camino de la vida. Concédenos gracia, misericordia y valentía, y defiéndenos de todo mal. Amén.
Roma, en San Juan de Letrán, 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, del año 2020, octavo de mi pontificado.
FRANCISCO
San Francisco de Asís creó la tradición de colocar el pesebre
Este año la ciudad que lo vio crecer tendrá una Navidad muy especial. Asís expondrá la alegría del espíritu franciscano con proyecciones de vídeo en las fachadas de la Basílica Superior de San Francisco y de la Catedral de San Rufino, un espectacular juegos de luces en las calles de la ciudad.
MARCO MORONI
Custodio, Sagrado Convento de Asís
“Queremos mostrar, frente a la Basílica, la presencia en la que podemos entrar, en la que cada uno de nosotros puede sentirse parte del nacimiento del Señor. Es Él el que viene a visitarnos, el Hijo de Dios que se hace carne. Nos sumergimos en este pesebre y él se sumerge en nuestra humanidad”.
También se presentará un gran pesebre compuesto por 50 pastores y se rendirá homenaje a la labor de los trabajadores de la salud durante la pandemia de COVID19, con la colocación de una estatua de una enfermera.
Este pesebre busca ser una invitación a conocer lo que significó el pesebre para su precursor, San Francisco, durante la Navidad del año 1223 en Greccio.
SIMONE TENUTI
Responsable Pastoral Juvenil, Sagrado Convento de Asís “¿Qué hace San Francisco? En realidad no hace un pesebre como lo conocemos actualmente. Él arregla un pesebre, se la paja, trae al burro y al buey y celebra la Eucaristía. Así que, para San Francisco, hay una estrecha relación entre la Encarnación y la Eucaristía”.
ENZO FORTUNATO
Director Sala de Prensa, Sagrado Convento de Asís “Estamos llamados a crecer realmente, a madurar, a encender esta luz interior, esta vida que nace en cada uno de nosotros y entonces será una extraordinaria y hermosa Navidad, ¿por qué? Porque nos podremos enfrentar a cualquier no y cualquier obstáculo, cualquier imprevisto, porque tendremos esta luz que nos ilumina y orienta”.
Una Navidad con atención especial a los que están lejos y no pueden acudir a Asís. Gracias al portal ilnataledifrancesco.it será posible admirar las proyecciones con los impresionantes frescos de Giotto hasta el 6 de enero de 2021.
Betsaida fue el lugar de nacimiento de los tres apóstoles
A medida que la vida recupera cierta normalidad en muchos países, los arqueólogos han vuelto a trabajar en varios sitios arqueológicos de todo el mundo. En Israel, los arqueólogos locales se sorprendieron al descubrir que un sitio importante se inundó y ahora se encuentra debajo de una laguna. Este lugar es controvertido y muchos afirman que fue Betsaida, el lugar de nacimiento de tres de los discípulos de Jesús.
El sitio en el-Araj, también conocido como Beit Habek, está ubicado no lejos del Mar de Galilea, que a menudo se menciona en el Nuevo Testamento. Se cree que este era un pueblo judío llamado Betsaida. En la era del Primer Templo, se conocía como Zer y era una ciudad estratégica en la época del rey David. Originalmente era una ciudad-estado no hebrea que luego se convirtió en parte de Israel cuando pasó a llamarse Betsaida.
La identificación de Betsaida es importante porque fue el lugar de nacimiento de tres de los apóstoles de Jesús: Pedro, Andrés y Felipe. En el Nuevo Testamento, es aquí donde Jesús realizó el milagro de los cinco panes y peces. Es interesante notar que Jesús también maldijo la ciudad de Betsaida porque sus habitantes se negaron a arrepentirse.
El profesor Moti Aviam y sus colegas del Kinneret College local han estado trabajando en el sitio durante varios años y están muy familiarizados con el área. Durante los últimos 10 años, "El-Araj se ha ubicado a unos cientos de metros del punto más septentrional del lago, donde el río Jordán se derrama", según Haaretz. Si bien a veces se inunda, en su mayoría está seco en abril y mayo.
El sitio bíblico inundado
Sin embargo, este año es la primera vez en muchos años que el Mar de Galilea se ha elevado, para alivio de los israelíes que están muy preocupados por la escasez de agua debido al cambio climático. El profesor Aviam decidió visitar el-Araj antes de que él y algunos colaboradores estadounidenses volvieran a trabajar en el sitio. Descubrió que ahora está muy inundado y se encuentra debajo de una laguna poco profunda, por lo que las excavaciones planeadas no pueden continuar. Se le cita en The Christian Post diciendo que "No recuerdo nada como esto en los últimos 30 años".
El sitio está actualmente bajo el agua. (Nir-Shlomo Zelinger)
El profesor realizó un rápido examen del sitio y vio que algunos de los puntos más altos en el-Araj todavía están parados sobre las aguas con sus ruinas.
¿Pero es el verdadero asentamiento bíblico?
La iglesia en el-Araj data de unos 500 años después del nacimiento de Jesús y fue construida durante el período bizantino, cuando se convirtió en un importante centro de peregrinación. Haaretz cita al arqueólogo diciendo que "en este momento, el agua está a 80 centímetros [2 pies, 7 pulgadas] sobre el mosaico de la iglesia bizantina". Esta iglesia aún conserva muchas de sus características originales e incluso mosaicos. Afortunadamente, Aviam le dijo a The Christian Post que "conservamos el piso de mosaico de la iglesia y el agua que está sobre ella no lo dañará".
Creen que la ruina es la Iglesia de los Apóstoles. La tradición local dice que se construyó sobre la casa familiar de los apóstoles Pedro y Andrés. Los arqueólogos creen esto debido al diseño de la iglesia y también a su ubicación en el Mar de Galilea. Creen que las ruinas existentes se ajustan a la descripción escrita sobre la iglesia en el siglo VIII d.C., por un obispo alemán.
Misterio de Betsaida
Sin embargo, un equipo dirigido por el Prof. Rami Avar cree que el verdadero sitio de Betsaida es Et-Tell, ubicado más al norte y cerca de los Altos del Golán. Han descubierto una puerta de la ciudad que, según afirman, indica que era la ubicación de la ciudad de Zer en el Antiguo Testamento. El Dr. Avar y sus colegas desenterraron monedas de Cleopatra y Marco Antonio y equipos de pesca como pesas del Imperio Romano. Estos creen que dan crédito a su afirmación de que el sitio et-Tell es Betsaida, el lugar de nacimiento de tres Apóstoles y donde Jesús realizó un milagro.
Vista aérea de la Iglesia de los Apóstoles, que se dice que fue construida sobre la casa de Pedro y Andrés
En comparación, el profesor Aviam cree que algo bueno salió de la inundación. Haaretz lo cita diciendo que "en mi opinión, las inundaciones ahora fortalecen nuestra teoría de que el-Araj era el sitio de Betsaida". La inundación del sitio histórico muestra que estaba cerca del lago, especialmente durante el período romano, cuando nacieron los discípulos.
Betsaida era un pueblo de pescadores y uno esperaría encontrarlo inundado ocasionalmente. Este no es el caso con la ubicación en et-Tell, que está en una altura rocosa y lejos de las aguas del mar de Galilea.
La controversia continúa
Sin embargo, el profesor Arav, quien sostiene que et-Tell era Betsaida, argumenta que la evidencia del período muestra que en la era romana la aldea bíblica estaba muy lejos del lago. Esto estaba en línea con lo que los geólogos han descubierto y muestran que no podría haberse inundado. Arav argumenta que el hecho de que el-Araj esté ahora bajo una laguna muestra que no es la ciudad donde Jesús realizó uno de sus milagros más famosos.
Si bien la controversia sin duda continuará, el profesor Aviam espera reanudar el trabajo lo antes posible. Sin embargo, espera que la excavación se postergue hasta 2021.
Benedicto XVI presenta la figura de San Ambrosio de Milán
“Anunciar la fe es testimonio de vida; no hacer teatro”
San Ambrosio, obispo de Milán (nacido en Tréveris hacia el año 340 y fallecido en Milán en el 397), quien introdujo en occidente la lectura meditada de las Escrituras.
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 24 octubre 2007
Para Benedicto XVI el anuncio de la fe es inseparable del testimonio de vida, pues no es creíble cuando el cristiano parece un actor que se limita a recitar un papel.
Así lo explicó este miércoles a los más de 30 mil peregrinos que participaron en la audiencia general en la plaza de San Pedro, a quienes aclaró que el buen discípulo de Jesús es quien presenta de manera creíble el Evangelio.
El pontífice llegó a esta conclusión al presentar el ejemplo de san Ambrosio, obispo de Milán(nacido en Tréveris hacia el año 340 y fallecido en Milán en el 397), quien introdujo en occidente la lectura meditada de las Escrituras, para hacer que penetre en el corazón, algo que hoy se conoce con el nombre de «lectio divina».
«Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación», afirmó el Papa.
Por este motivo, siguió diciendo, «la catequesis es inseparable del testimonio de vida».
Citando el libro de más éxito que Joseph Ratzinger escribió como teólogo, «Introducción al cristianismo», afirmó: «Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de “clown”, que recita un papel “por oficio”».
«Tiene que ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza en el corazón del Maestro, y allí aprendió la manera de pensar, de hablar, de actuar», afirmó.
«Al final de todo, el verdadero discípulo es quien anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz», indicó.
El obispo de Roma concluyó su enseñanza recogiendo el lema de vida que proponía sanAmbrosio: «¡Cristo es todo para nosotros!».
«Si estás oprimido por la iniquidad, Él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, Él es la fuerza; si tienes miedo de la muerte, Él es la vida; si deseas el cielo, Él es el camino; si estás en las tinieblas, Él es la luz», decía el obispo de Milán.
«Nosotros también esperamos en Cristo. De este modo seremos bienaventurados y viviremos en la paz», concluyó el Papa.
Con su meditación, el pontífice ha continuado con la serie de catequesis sobre las grandes figuras de los orígenes del cristianismo que viene ofreciendo en su cita semanal con los peregrinos.
San Nicolás de Bari vivió, según cálculos aproximados, desde el año 280 al 345. Se sabe de cierto que hacia la época del concilio de Nicea (325) era obispo de Mira, diócesis del Asia Menor. Es probable, aunque no está probado, que asistiera al concilio. Murió en la capital de su diócesis y fue sepultado en la catedral. En el año 1087 sus restos fueron trasladados a Bari, en Italia.
Si tuviéramos que atenernos a lo históricamente demostrado, podríamos terminar aquí. Pero hay un gran hecho histórico que no se puede desconocer: la devoción a San Nicolás de Bari, intensa y extensa. Podríamos decir que, si los milagros abundantísimos que se atribuyen a San Nicolás no están probados, sí lo está el milagro patente de que sea el Santo de iconografía más numerosa, de tal modo que las imágenes de San Nicolás sólo ceden en número a las de la Santísima Virgen.
Los marineros del Mediterráneo oriental le veneran como patrono. Los niños de muchos países esperan de él los juguetes. Y Nicolás quiere decir en griego "vencedor de pueblos". Si no tenemos una biografía suya hasta cinco siglos después de su muerte (847), y en ella hay más devoción entusiasta que documentación histórica, poseemos una tradición ininterrumpida que nos autoriza a trazar aquí la biografía popular entrañable del Santo de Mira y de Bari.
En este relato tradicional puede efectuarse una discriminación que separe lo probable o admisible de lo improbable y absurdo. Que sus padres se llamaron Epifanio y Juana se puede admitir. Es pura leyenda que se tratase de un matrimonio estéril al que un ángel se apareció anunciándoles el nacimiento de un hijo llamado a la santidad. Se quiere que esta vocación fuese tan fuerte que el recién nacido se apartaba del pecho nutricio los días de ayuno. La imaginación popular se ha recreado con esta imagen y la misma actitud ha sido atribuida a otros santos.
Temprana y ejemplar devoción juvenil, encendida caridad, que se manifiesta desde la infancia. ¿Por qué no? Que su caridad moviese a Dios a un gran milagro en plena juventud de Nicolás y en la ciudad de Pátara, donde se afirma que nació, ya pertenece a una leyenda piadosa un poco excesiva. Al dirigirse Nicolás al templo, según esta leyenda, una pobre paralítica le pidió limosna. Pero el Sauto había repartido ya todo lo que llevaba, y entonces, elevando los ojos al cielo y orando internamente con brevedad, dijo a la paralítica: "En el nombre de Jesús, levántate y anda". Y al momento recobró la pobre mujer el uso de sus miembros paralizados.
De los hechos de la vida del Santo, el más difundido y el más generalmente aceptado por doquiera no es milagroso de suyo, aunque sí muestra de generosa y encendida caridad. Había en Pátara, según se dice, un hombre rico venido a menos que tenía tres hijas muy hermosas a las que no podía casar por falta de dote. Y el hombre fue tan ruin que maquinó el prostituir a sus bellas hijas para obtener dinero. Súpolo Nicolás—no es necesario admitir que por especial revelación divina, como quieren algunos—y, deslizándose en el silencio de la noche hasta la casa donde habitaban el padre y las hijas, arrojó por la ventana de la alcoba del hombre una bolsa de oro.
Se retiró sin ser oído. Al día siguiente el hombre, con enorme regocijo, abandonó su criminal idea y destinó aquel oro a dotar a una de las muchachas, que inmediatamente se casó. El Santo, al advertir el excelente fruto conseguido, repitió su excursión nocturna y dejó otra bolsa. Y éste fue el dote de la segunda de las jóvenes. Nicolás repitió el donativo la vez tercera, pero en esta ocasión fue sorprendido por el padre, arrepentido ya de sus malos pensamientos, que se explayó en manifestaciones de gratitud y de piedad. Por él se supo lo ocurrido y que había sido Nicolás el generoso donante. Como la tradición quiere que las tres veces que el Santo dejó la bolsa ocurriera el hecho en lunes, en esto se funda la devoción de los tres lunes de San Nicolás.
Se afirma que el Santo perdió a sus padres siendo aún muy joven y que, sintiendo vivamente la vocación sacerdotal, acogióse al amparo de un tío suyo, que le precedió en la silla episcopal de Mira. Este último detalle no puede darse como cierto. Ni tampoco que, una vez sacerdote, se le confiase la abadía del monasterio de Sión. Y en cuanto a la peregrinación a Tierra Santa, que efectuó poco despues, parece que existe una confusión entre San Nicolás de Bari y otro Nicolás, también obispo, que rigió la diócesis de Pinara en el siglo VI. En los primeros textos biográficos de los siglos IX y X, los dos obispos del mismo nombre aparecen confundidos, pero la moderna investigación ha puesto de relieve la existencia del segundo, que había sido negada.
Sobre la designación de San Nicolás para la silla episcopal de Mira, hecho histórico indudable, flota también una admisible leyenda piadosa. Se afirma que, no llegando a un acuerdo los electores, un anciano obispo, sin duda por inspiración divina, propuso que se designara al primer sacerdote que entrase en el templo a la siguiente mañana. Este sacerdote fue San Nicolás, que tenía costumbre de celebrar muy a primera hora. Pareció con esto que el dedo de Dios lo señalaba, y fue electo y consagrado obispo de Mira, sede que ocupó hasta su muerte.
La ceremonia de la consagración se completa con un nuevo milagro sumamente dudoso, pero que citamos porque en él se funda la devoción de los que consideran a San Nicolás como abogado especial para casos de incendio. Quiere la tradición que, hallándose el nuevo obispo vestido de pontifical, penetrase en el templo una infeliz mujer que llevaba en brazos a un niño muerto abrasado. Lo depositó sin decir palabra a los pies del obispo, el cual oró brevemente, obteniendo del poder de Dios que el pobre niño volviese a la vida.
¿Fue martirizado San Nicolás durante la persecución del 319? ¿Estuvo en el concilio de Nicea? He aquí dos cuestiones dudosas históricamente, aunque en el terreno tradicional y devoto se contestan en sentido afirmativo. Se asegura que el obispo de Mira fue encarcelado por Licinio y sometido a tortura en la prisión, de lo que le quedaron cicatrices gloriosas, que mostró después en Nicea y que besó Constantino en la recepción final a los obispos concurrentes.
Pero no es nada seguro que San Nicolás estuviese en Nicea. Si, por una parte, nos sentimos inclinados a admitir que estuvo por la sencilla razón de que acudieron allí más de 300 obispos y se cuentan de fijo entre ellos casi todos los del Asia Menor, por otra hay que reconocer que, si estuvo, no se distinguió ni singularizó en nada, ni figura en la larga lista de prelados a los que se confió la difusión de los acuerdos del concilio. No hay que decir que es un puro absurdo la anécdota de San Nicolás en Nicea, dándole un bofetón a Arrio. Lo probable es tal vez que, siendo la diócesis de Mira la menos contaminada por el arrianismo, San Nicolás, por esa razan o la que fuese, no acudió a Nicea.
Nos queda por decir que el obispo vivió santamente hasta los sesenta y cinco años de edad y que se da como fecha de su muerte el 6 de diciembre del 345. Enterrado en la iglesia de Mira permaneció el cuerpo de San Nicolás por espacio de setecientos cuarenta y dos años, hasta que, habiendo pasado la ciudad y todo aquel territorio a manos de los sarracenos, cundió en las poderosas ciudades italianas, donde la devoción al Santo era muy viva, el propósito de realizar una expedición para el rescate de sus restos mortales. Donde más intensamente arraigó el propósito fue en Venecia y en Bari.
Los de está última ciudad dieron cima a la empresa utilizando un barco que en apariencia iba a llevar trigo a Antioquía. Lograron apoderarse de la venerada reliquia y desembarcar con ella en Bari el 9 de mayo de 1087. Allí reposan desde entonces los restos del Santo, que por eso es llamado de Bari, y la ciudad es centro de peregrinaciones de devotos de todas partes. Es santo Patrono de Rusia, cuyo último zar llevó su nombre y donde la Iglesia cismática celebra la fiesta de la traslación de San Nicolás. El número de rusos que afluían a Bari antes del comunismo era tal, que hubo en la ciudad italiana una hospedería y un hospital moscovitas.
San Nicolás es patrono de marinos y navegantes, porque se cuenta que en una ocasión aquietó las olas enfurecidas, salvando un barco próximo a zozobrar. Y es él, bajo su propio nombre en países católicos, y como la mítica figura de Santa Claus (Saint Nicholas—Sint Klaeg— Santa Claus ) entre protestantes, quien trae juguetes a los niños. Ha resultado, en verdad, "vencedor de pueblos' por la universalidad de la devoción que inspira.