Cabe señalar que en un comienzo a la Eucaristía se le conocía como la “Fracción del Pan”, nombre que permaneció en uso mientras la Eucaristía se celebraba en el marco de una comida. También se le llamaba la “Cena del Señor”. Dentro de ese marco, dice San Pablo, no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias, pues queda santificado por la palabra de Dios y por la oración.
La Eucaristía supone participar de la Mesa del Señor, pero con un acento marcado en la acción de gracias: “A este alimento lo llamamos Eucaristía”, dice San Justino en su Primera Apología. Ya para ese entonces, la Eucaristía se había separado de la cena y se había trasladado a la mañana. Esto lo encontramos por primera vez a mediados del Siglo II, pero luego se impone en toda la Iglesia.
Sabemos que las primeras comunidades eran perseguidas y acusadas de realizar sacrificios humanos en su culto a Dios. Se conserva una carta que San Justino le envió al emperador romano Antonio Pío para el año 155 en la que el santo explicaba, en un lenguaje que el “César” pudiera comprender, cómo era exactamente eso que hacían los cristianos en aquellas extrañas reuniones dominicales:
“El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. (se celebraba en domingo)
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. (Liturgia de la Palabra, con todo y homilía)
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros… y por todos los demás donde quiera que estén a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna. (Oración de los Fieles)
Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros. (Rito de la Paz)
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados. (Presentación de las Ofrendas)
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. (Liturgia de la Eucaristía)
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén. Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua “eucaristizados” y los llevan a los ausentes.” (la Comunión)
Este relato de San Justino Mártir está recogido en su tratado conocido como Primera Apología (Apología 1, 65-67) y cuya dedicatoria reza: “Al emperador Antonino Pío y a los hijos adoptivos Marco Aurelio y Lucio Vero, al senado y al pueblo romano dirijo esta alocución y súplica en defensa de los hombres de toda estirpe, injustamente odiados y perseguidos”.
“Después de ser lavado de ese modo, y adherirse a nosotros quien ha creído, le llevamos a los que se llaman hermanos, para rezar juntos por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado, y por los demás esparcidos en todo el mundo. Suplicamos que, puesto que hemos conocido la verdad, seamos en nuestras obras hombres de buena conducta, cumplidores de los mandamientos, y así alcancemos la salvación eterna.
Terminadas las oraciones, nos damos el ósculo de la paz. Luego, se ofrece pan y un vaso de agua y vino a quien hace cabeza, que los toma, y da alabanza y gloria al Padre del universo, en nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo. Después pronuncia una larga acción de gracias por habernos concedido los dones que de Él nos vienen.
Y cuando ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén, que en hebreo quiere decir así sea. Cuando el primero ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que llamamos diáconos dan a cada asistente parte del pan y del vino con agua sobre los que se pronunció la acción de gracias, y también lo llevan a los ausentes.
A este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó.
Porque no los tomamos como pan o bebida comunes, sino que, así como Jesucristo, Nuestro Salvador, se encarnó por virtud del Verbo de Dios para nuestra salvación, del mismo modo nos han enseñado que esta comida – de la cual se alimentan nuestra carne y nuestra sangre – es la Carne y la Sangre del mismo Jesús encarnado, pues en esos alimentos se ha realizado el prodigio mediante la oración que contiene las palabras del mismo Cristo.
Los Apóstoles – en sus comentarios, que se llaman Evangelios – nos transmitieron que así se lo ordenó Jesús cuando, tomó el pan y, dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía; esto es mi Cuerpo. Y de la misma manera, tomando el cáliz dio gracias y dijo: ésta es mi Sangre. Y sólo a ellos lo entregó (…)
Nosotros, en cambio, después de esta iniciación, recordamos estas cosas constantemente entre nosotros. Los que tenemos, socorremos a todos los necesitados y nos asistimos siempre los unos a los otros. Por todo lo que comemos, bendecimos siempre al Hacedor del universo a través de su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo.
El día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina, el que hace cabeza nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos ejemplos.
Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua como ya dijimos, y el que preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones degracias, y todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes por medio de los diáconos.
Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que se recoge se entrega al que hace cabeza para que socorra con ello a huérfanos y viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los encarcelados, a los forasteros que están de paso: en resumen, se le constituye en proveedor para quien se halle en la necesidad.
Celebramos esta reunión general el día del sol, por ser el primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo; y también porque es el día en que Jesucristo, Nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos; pues hay que saber que le entregaron en el día anterior al de Saturno, y en el siguiente—que es el día del sol—, apareciéndose a sus Apóstoles y discípulos, nos enseñó esta misma doctrina que exponemos a vuestro examen.”
https://www.primeroscristianos.com/eucaristia-iglesia-primitiva/
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Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época.
Se entiende bien que el cristiano encuentre dificultades no pequeñas para vivir su fe, puesto que la conversión no sólo comporta la renuncia a una religión de sus antepasados, sino también a unas realidades sociales que pueden entrar en colisión hasta con los lazos familiares. Contra los cristianos se exhiben toda suerte de calumnias y rumores infamantes. Es inútil que los apologistas cristianos refuten tales calumnias.
La conversión cristiana lleva consigo un cambio profundo en el interior del alma.
Se podría afirmar que los caminos que llevan a la conversión al cristianismo han sido muy variados, tantos como las personas que se incorporan a la nueva religión. De todas formas, nos vamos a encontrar con un común denominador que estará presente en la imensa mayoria de los casos. Nos referimos al encuentro personal que se da entre un cristiano y un futuro converso.
Por otra parte, este dato no puede extrañarnos, porque eso fue lo hizo Cristo cuando llamó a los primeros discípulos. Este modo de proceder individual se encuentra ya en los orígenes de la Iglesia. Todo creyente se convierte enseguida en un apóstol.
En los siguientes posts vamos a desarrollar estas ideas acerca de la conversión al cristianismo en los primeros siglos:
LA CONVERSIÓN AL CRISTIANISMO - PRIMEROS SIGLOS
LA FUERZA DE LA CONVERSIÓN COMO CAMBIO ESPIRITUAL
LA NOVEDAD DE LA CONVERSIÓN CRISTIANA
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
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Estos algunos estudiosos, eran obsequios estándar para honrar a un rey o deidad en el mundo antiguo: oro como metal precioso, incienso como perfume o incienso y mirra como aceite de unción. De hecho, estos mismos tres elementos aparentemente se encontraban entre los obsequios registrados en inscripciones antiguas, que el rey Seleuco II Callinicus ofreció al dios Apolo en el templo de Mileto en 243 a. C.
El libro de Isaías, al describir la gloriosa restauración de Jerusalén, habla de naciones y reyes que vendrán y “traerán oro e incienso y proclamarán la alabanza del Señor” (Isaías 60: 6).
Aunque el evangelio de Mateo no incluye los nombres o el número de los magos, muchos creen que el número de dones es lo que llevó a la tradición de los tres Reyes Magos.
Los dones tradicionales de los magos (oro, incienso y mirra) pueden haber tenido un valor tanto simbólico como práctico. Los investigadores creen que el autor del evangelio de Mateo conocía los usos medicinales del incienso.
Además del honor y el estatus que implica el valor de los dones de los magos, los eruditos creen que estos tres fueron elegidos por su simbolismo espiritual especial sobre el mismo Jesús: el oro representa su realeza, el incienso un símbolo de su función sacerdotal y la mirra prefigurando su muerte y embalsamamiento.
Otros han sugerido que los dones de los magos eran un poco más prácticos, incluso de naturaleza medicinal. Investigadores de la Universidad de Cardiff han demostrado que el incienso tiene un ingrediente activo que puede ayudar a aliviar la artritis al inhibir la inflamación que descompone el tejido del cartílago y causa dolor por artritis.
El nuevo estudio valida los usos tradicionales del incienso como remedio herbal para tratar la artritis en comunidades del norte de África y la Península Arábiga, donde crecen los árboles que producen esta aromática resina. ¿Sabían los magos “de Oriente” de las propiedades curativas del incienso cuando se lo llevaron al niño Jesús?
https://www.primeroscristianos.com/que-propiedades-magicas-se-achacan-al-incienso-la-mirra-y-el-oro/
Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época. De ahí que debamos recordar qué eran las religiones paganas en los albores del cristianismo.
Estas religiones antiguas se hallaban ligadas a manifestaciones puramente externas de culto y, por otra parte, estaban muy unidas a la vida familiar y social de la propia ciudad (polis, civitas). Todo hombre libre, precisamente porque forma parte de una familia y de una ciudad, honra a los dioses protectores de éstas.
Desde el momento en que nace, lo presentan ante el altar donde se venera a los genios tutelares de su raza y éstos lo reconocen y lo adoptan de alguna manera. Lo inscriben a la vez en los registros de la fratría en Atenas o de la gens en Roma. Análogas ceremonias se renuevan cuando, por primera vez se le corta el pelo o se viste la toga viril.
Más tarde, si se le nombra para una magistratura, ejerce las funciones religiosas al mismo tiempo que los poderes políticos. Así por ejemplo, en Atenas el polemarca ofrece el sacrificio anual en honor de los guerreros de Maratón y preside los funerales de los guerreros muertos durante el año.

Otro tanto sucede en Roma. Así por ejemplo, no pueden reunirse los comicios, ni celebrarse las elecciones antes de que se haya consultado a los augures, y sólo los días fastos podían elegirse para poder celebrar tales eventos. Ya se tratara de declarar la guerra, de librar una batalla, de firmar un tratado, habían de celebrarse en nombre del Estado ritos fijados por una tradición de la que eran custodios los sacerdotes, para que las divinidades les fueran propicias.
Las religiones antiguas, nacionales en un principio, inseparables de la vida política, no son sin embargo exclusivistas. Como consecuencia de una guerra victoriosa, los dioses de los pueblos vencidos son llevados como esclavos, al igual que los hombres; pero como a pesar de todo no es posible evitar temerlos, se adquiere la costumbre de venerarlos con los otros y se les suplica concedan en lo sucesivo su protección a los nuevos fieles.
En caso de derrota entra la desconfianza con respecto a las divinidades nacionales que no han sabido proteger a sus adoradores y, sin abandonarlos, se recurre a los dioses del pueblo vencedor o a dioses extranjeros de los que se ha oído hablar, o cuyos beneficios se han experimentado ya ocasionalmente. Todos estos procedimientos se realizan especialmente en Roma, donde la pobreza de la religión primitiva hace más fácil la aceptación de los dioses de Grecia, primero, y más tarde de los dioses de Oriente.
Un corolario que se deducirá de esta concepción religiosa pagana será la equivalencia del culto a los dioses y, en consecuencia, se favorecerá la presencia de un sincretismo, que ofrecerá una especie de religión a la carta, según las preferencias que estén en boga. Algo similar a lo que sucede en la actualidad con el relativismo de la New Age, de la llamada Iglesia de la Cienciología y con las variadas sectas gnósticas de cuño oriental.
Por su parte, los individuos pueden adorar en privado a todos los dioses que quieran adoptar, siempre que permanezcan fieles a los cultos de la ciudad. Cuando la dinastía de los Severos ocupa el poder imperial, la moda y el favor de los soberanos ayudan al desarrollo del sincretismo y los emperadores son los primeros en practicarlo. Según el historiador Lampridio, Alejandro Severo había hecho colocar en la larario la imagen de Jesucristo, junto con Abrahán, Orfeo, Apolonio de Tiana y otros personajes que él consideraba divinizados.
Darse de baja de la religión es darse de baja de la ciudad. Si a Sócrates se le condena a beber la cicuta, los magistrados dictan esta sentencia con el pretexto de que no cree en los dioses en los que cree la ciudad y de que los sustituye por dioses nuevos. El desgraciado que rechaza a sus dioses, o el que por un grave crimen es arrojado de la ciudad pierde todos sus derechos sobre el agua y el fuego, es decir, sobre los elementos más indispensables en la vida. Dondequiera que se encuentre en adelante, ya no tiene patria, ni familia, ni religión.
Con tales precedentes se entiende bien que el cristiano encuentre dificultades no pequeñas para vivir su fe, puesto que la conversión no sólo comporta la renuncia a una religión de sus antepasados, sino también a unas realidades sociales que pueden entrar en colisión hasta con los lazos familiares.
Este será el caso de Santa Perpetua, una mujer joven de noble cuna, que tiene aún padre y madre, dos hermanos, uno de los cuales es catecúmeno y un niño de pecho, cuando es detenida bajo la acusación de ser cristiana. Su anciano padre es un pagano convencido y multiplica sus esfuerzos para devolver a su hija a la religión tradicional. Acude presuroso ante el tribunal, según ella misma nos cuenta, y le dice a su hija:
—“Hija mía, ten compasión de mis canas; ten compasión de tu padre si es que merezco de ti el nombre de padre. Si con el trabajo de estas manos te he llevado hasta la flor de la edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos, mira a tu madre y a tu tía materna, mira a tu hijito que no podrá sobrevivir a tu muerte. No seas empedernida, ni la ruina de todos nosotros. ¿Quién de nosotros podrá hablar libremente si a ti te condenan?
Así hablaba el padre, llevado de su piedad. Me besaba las manos y se arrojaba a mis pies, y con lágrimas me suplicaba llamándome, no ya su hija, sino su señora. Yo era la primera en sentir el dolor de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de darle ánimos diciéndole:
―Allá en el estrado del tribunal sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que nuestra suerte no está en nuestras manos, sino en las de Dios...
Otro día...apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y apartándome un poco del estrado me dijo:
―Ten compasión de tu hijo.
Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto procónsul Minucio Timiniano, le dijo:
―Ten consideración a las canas de tu padre; ten considrecaión a la tierna edad del niño. Ofrece un sacrificio por la salud de los emperadores.
Y yo respondí:
―No sacrifico.
Hilariano:
―Luego ¿eres cristiana? ―dijo.
Y yo respondí:
―Sí, soy cristiana.
Y como mi padre insistiera en que yo renegase, Hilariano mandó que se le echara de allí y aún le maltrataron con una vara. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. También me dolí por su avanzada vejez.
Entonces Hilariano pronuncia sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y bajamos jubilosos a la cárcel”.
Nada más emocionante que esta narración. Perpetua no es impasible; tiene hacia su padre un afecto profundo, sufre con sus sufrimientos y, sin embargo, no puede volverse atrás de su decisión: pertenece a Cristo.
Con todo, las exigencias de la vida familiar no son las únicas que constituyen un obstáculo para la conversión. Lo mismo sucede, y con más razón, con las que provienen de la vida social. La opinión pública condena al cristianismo. Es más, muchas veces incluso el mero nombre “cristiano” suscita la animadversión y la condena de los paganos. Así nos lo atestigua Tertuliano cuando escribe:
“La mayor parte han dedicado un odio tan ciego al nombre de cristiano que no pueden rendir a un cristiano un testimonio favorable sin atraerse el reproche de llevar dicho nombre:
― “Es un hombre de bien, dice uno, este Gayo Seyo, ¡lástima que sea cristiano! Otro dice también:
―Por mi parte, me extraño de que Lucio Ticio, un hombre tan ilustrado, se haya hecho súbitamente cristiano.
Nadie se pregunta si Gayo no será hombre de bien y Lucio ilustrado, porque son cristianos, porque el uno es hombre de bien y el otro ilustrado”.
Contra los cristianos se exhiben toda suerte de calumnias y rumores infamantes. Un repertorio de semejantes habladurías nos las ofrece Cecilio, un hombre culto e instruido, que apenas duda en creer y propalar que los cristianos adoran a un asno, participan en el asesinato ritual de niños y en orgías nocturnas. Es inútil que los apologistas cristianos refuten tales calumnias.
A estos vulgares maledicencias hay que añadir las acusaciones de ateísmo, de charlatanismo y de magia, el desprecio por los asuntos públicos, etc. Sucede, a veces, que el populacho airado toma por lo trágico estas acusaciones y atribuye a los cristianos los cataclismos que se producen. Son los grandes culpables de las desgracias nacionales:
¿Qué el Tiber se desborda en Roma? ¿Qué el Nilo, por el contrario, no se desborda en las campiñas de Egipto para fecundar la tierra? ¿Qué el cielo sigue inmóvil, tiembla la tierra, se declaran el hambre y la peste? Inmediatamente se grita: “los cristianos a los leones”.
Durante siglos se sigue haciendo responsable a los cristianos de las desgracias públicas. Orígenes, Arnobio y S. Agustín se ven forzados a responder a esos ataques y a recordar que mucho antes de la predicación del Evangelio ya habían existido inundaciones, pestes y guerras.
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Un testimonio significativo de lo que acabamos de decir es el de San Cipriano de Cartago. Hombre de elevada posición social, gozaba de gran reputación como retor en la ciudad de Cartago, que encontraría la fe, gracias a la buena amistad que tenía con Ceciliano, un cristiano que le descubre el error del paganismo y le presenta la verdad de Cristo. Veamos cómo tiene lugar ese cambio originado por la gracia bautismal, según lo relata el propio Cipriano en un escrito dirigido a un pagano llamado Donato:
“Cuando estaba postrado en las tinieblas de la noche, cuando iba zozobrando en medio de las aguas de este mundo borrascoso y seguía en la incertidumbre el camino del error sin saber qué sería de mi vida, desviado de la luz de la verdad, me imaginaba cosa difícil y, sin duda alguna, dura, según eran entonces mis aficiones, lo que me prometía la divina misericordia: que uno pudiera renacer y que, animado de nueva vida por el bautismo, dejara lo que había sido y que cambiara el hombre viejo de espíritu y mente, aunque permaneciera la misma estructura corporal...
Esto me decía una y mil veces a mí mismo. Pues, como me hallaba retenido y enredado en tantos errores de mi vida anterior, de los que no creía poder desprenderme, yo mismo condescendía con mis vicios inveterados y, deseperado de enmendarme, fomentaba mis males como hechos ya naturaleza en mí.
Más después que quedaron borradas con el agua de la regeneración (Bautismo) las manchas de mi vida pasada y se infundió la luz en mi espíritu transformado y purificado, después que me cambió en un hombre nuevo...
Al instante se aclararon las dudas de modo maravilloso, se abrió lo que estaba cerrado, se disiparon las tinieblas, se volvió fácil lo que antes parecía difícil, se hizo posible lo que se creía imposible, de modo que pude reconocer que provenía de la tierra mi anterior vida carnal sujeta a los pecados y, que era cosa de Dios lo que ahora estaba animado por el Espiritu Santo”.
El relato, como se puede observar, nos muestra con enorme claridad el aspecto sobrenatural de la conversión, que afecta en primer lugar a la captación de la verdad cristiana, pero que luego se proyectaría en realidades y formas de vida, que llevarían a San Cipriano a ser obispo de Cartago y morir mártir el año 258.
Se podría afirmar que los caminos que llevan a la conversión al cristianismo han sido muy variados, tantos como las personas que se incorporan a la nueva religión. De todas formas, si observamos con atención, nos vamos a encontrar con un común denominador que estará presente en la imensa mayoriade los casos. Nos referimos al encuentro personal que se da entre un cristiano y un futuro converso.
Por otra parte, este dato no puede extrañarnos, porque eso fue lo hizo Cristo cuando llamó a los primeros discípulos, tal y como nos lo ofrece el Evangelio de San Juan: Jesús pasa por la ribera del Jordán y se encuentra con dos discípulos del Bautista. Uno de ellos Andrés, hermano de Simón Pedro, lo primero que hace, después de estar con el Señor, es salir a buscar a su hermano Simón para decirle: “Hemos encontrado al Mesías” y lo llevó delante de Jesús.
Este modo de proceder individual se encuentra ya en los orígenes de la Iglesia. Todo creyente se convierte enseguida en un apóstol. Una vez que ha hallado la verdad, no tiene tregua ni reposo hasta que consigue hacer partícipes de su felicidad a los miembros de su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo.
Todo el mundo es capaz de realizar este apostolado, aún los más pobres, los esclavos con sus compañeros de servidumbre; los marineros en las escalas donde sus barcos arriban; los comerciantes con sus clientes, etc. Ninguna situación, ninguna condición, por humilde que sea, impide comunicar el mensaje cristiano.
Hay que decir, además, que de la mayoría de estas actuaciones apostólicas no nos han llegado noticias puntuales, pero afortunadamente de algunas personas, sobre todo de intelectuales, sí tenemos testimonios escritos, como nos sucede con San Justino, el filósofo de Naplusa.
Entre las obras que nos ha legado figura el Diálogo con Trifón, donde narra su búsqueda de la verdad en un recorrido que inicia primero con un estoico, y continúa a través de otros filósofos: un aristotélico, un pitagórico y un platónico. Termina su descripción contando su encuentro con un anciano, que resultó ser un cristiano. El anciano le hizo una exposición sucinta de la revelación cristiana, y puso un subrayado especial en la verdad proclamada por los profetas:
―”Existieron hace mucho tiempo ―me contestó el viejo― unos hombres más antiguos que todos estos tenidos por filósofos, hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios, que hablaban por el Espíritu Santo, y divinamente inspirados que predijeron lo que ahora se ha realizado.
Son llamados profetas. Sólo ellos han visto y anunciado a los hombres la verdad sin consideración, ni temor a nadie, sin dejarse llevar por la vanagloria, sino llenos del Espíritu Santo...
También por los prodigios que hacían es justo creerles, cuando han glorificado al Autor del universo, Dios y Padre, y cuando han anunciado a Cristo, Hijo suyo, que de Él procede. Esto dicho y muchas otras cosas que no hay por qué referir ahora, se marchó el viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y yo no le volví a ver más.
Pero inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo, y reflexionando conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano hallé que sólo ésta es la filosofía segura y provechosa. De este modo y por estos motivos soy yo filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador”.
La lectura de este pasaje de Justino pone de manifiesto los efectos que se producen en su alma por la gracia de la conversión:
1º la seguridad de haber captado la verdad,
2º la fogosidad que enciende su espíritu, y
3º el impulso apostólico que se extiende a todos los hombres.
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
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De todas maneras, llama la atención que los emperadores romanos, tan tolerantes con los cultos extranjeros, se convirtieran durante tres siglos en perseguidores de los cristianos. El cristianismo, aunque nacido en Palestina, tiene matriz internacional; al contrario que los judíos, los cristianos se integran en la ciudad donde viven, no constituyen un “ghetto”.
Posiblemente esta nota de universalidad cristiana fuera percibida como un peligro por quienes ocupaban la primera magistratura del poder político romano. Aparentemente los cristianos no se distinguen del resto de sus conciudadanos. Aceptan toda la cultura circundante, excepto lo que tiene razón de pecado y, qué duda cabe que esa cultura tiene algunas estructuras de pecado, impregnadas de paganismo.

Por ello, el cristiano se ve obligado, tanto en el plano individual, como en el social, ha discriminar aquello en lo que le es lícito participar de aquello que debe evitar. Es decir, su vida resulta paradójica para cualquier observador atento, que la contemplase, como pone de relieve el autor anónimo de la llamada Carta a Diogneto, cuando escribe en el siglo II:
“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto,...habitan sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.
Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están en la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo...Aman a todos, y todos los persiguen. Se les desconoce y, con todo,se les condena. Son llevados a la muerte y, con ello reciben la vida.
Son pobres y enriquecen a muchos...Se les insulta, y ellos bendicen. Se les injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados...Para decirlo con brevedad, lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”.
La descripción nos resulta brillante y a la vez realista. Podríamos afirmar que los cristianos de los primeros siglos cumplen en este punto con el precepto de Jesús: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
Finalmente, cabría concluir que, a pesar de sus exigencias y de los obstáculos acumulados en su camino, el cristianismo consiguió extenderse, como religión mayoritaria, por el mundo greco-romano. Después de haber sido durante cerca de tres siglos una religión ilícita, se convirtió no sólo en una religión autorizada, como el judaísmo, los cultos de Isis, de Cibeles o de Mitra, sino que fuera la religión del emperador y del Imperio.
Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época. Se podría afirmar que los caminos que llevan a la conversión al cristianismo han sido muy variados, tantos como las personas que se incorporan a la nueva religión.
De todas formas, si observamos con atención, nos vamos a encontrar con un común denominador que estará presente en la imensa mayoria de los casos. Nos referimos al encuentro personal que se da entre un cristiano y un futuro converso.
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Obispo de Samosata (actualmente Samsat) en Siria; se desconoce su fecha de nacimiento; murió en 379 ó 380. La historia no lo menciona antes del año 361, cuando como obispo de Samosata, tomó parte en la consagración de Melecio, el recién elegido patriarca de Antioquía.
Por aquella época la Iglesia de Oriente estaba dividida por el arrianismo y sus herejías asociadas. La mayoría de las sedes episcopales estaban ocupadas por obispos arrianos, y el mismo Melecio fue elegido Patriarca de Antioquía sólo porque los arrianos creyeron que él apoyaba esta herejía.
Tillemont y algunos otros historiadores incluso afirman que en aquella época Eusebio se inclinaba por el arrianismo. Sea cual haya sido la fe de Eusebio previamente, lo cierto es que en el sínodo sostenido en Antioquía en 363 la fórmula nicena, que expresamente menciona el homoousion, fue aceptada, y el documento fue firmado por Eusebio y otros 24 obispos.
Cuando los arrianos descubrieron que Melecio sostenía la doctrina de Nicea, declararon su elección inválida e intentaron obtener de Eusebio las actas sinodales que le habían sido confiadas y que probaban la legitimidad de la elección. El emperador Constancio, que apoyaba a los arrianos, ordenó a Eusebio entregar el documento, pero sin éxito.
Inmediatamente Constancio amenazó a Eusebio con la pérdida de su mano derecha, pero el obispo calmadamente presentó ambas manos al portador del mensaje y le dijo: "Córtalas ambas. No entregaré el documento con el cual se puede probar la injusticia de los arrianos". El Emperador se impresionó por la constancia de Eusebio y dejó el documento en su posesión.
Fue principalmente por los esfuerzos concertados de San Eusebio y San Gregorio Nacianceno que, en 370, San Basilio fue elegido arzobispo de Cesarea de Filipo en Capadocia. De esta época también data la tierna amistad entre San Eusebio y éste último, que es atestiguada por cartas aún existentes escritas por San Basilio al obispo de Samosata.
Eusebio desplegó su mayor actividad durante la persecución del emperador arriano Flavio Valente a los católicos. Disfrazado de oficial militar, visitó las iglesias perseguidas de Siria, Fenicia y Palestina, exhortando a los católicos afligidos a permanecer fieles a su fe, ordenando sacerdotes ortodoxos donde fueran necesarios, y ayudando de muchas otras formas a los obispos católicos en el difícil ejercicio de sus deberes durante estos tiempos difíciles.
Fue a raíz de este incansable celo de Eusebio que San Gregorio Nacianceno lo llamó "columna de la Iglesia", "don de Dios", "regla de la fe", etc., (Migne, P.G., XXI, 57)
Enfurecidos por el gran éxito de Eusebio, los arrianos convencieron al Emperador Valente de desterrarlo a Tracia. Tras la muerte de Valente en 378, se le permitió retornar a su sede. En su recorrido de Tracia a Samosata fue fundamental en el nombramiento de numerosos obispos ortodoxos, entre ellos Acacio de Beroea, Teodoto en Hierápolis, Isidoro en Cirro, y Eulogio en Edessa.
Al llegar a su sede, reasumió su antigua actividad contra los arrianos, tanto en su diócesis como en las iglesias vecinas.
Cuando tomaba parte en la consagración del obispo Maris, en el pequeño pueblo de Dolicha, cerca de Samosata, una mujer arriana le arrojó desde el techo de su casa un ladrillo, el cual lo golpeó en la cabeza y murió a consecuencia de la herida pocos días después, tras de obtener la promesa de sus amigos de que no perseguirían ni castigarían a su atacante. Los griegos lo honran como mártir el 21de junio, los latinos el 22.
“Vivid de modo que merezcáis comulgar todos los días”
(SAN AMBROSIO, siglo IV)
Desde el principio, la Eucaristía ha tenido un papel central en la vida de los cristianos. Maravilla ver la fe y el cariño con el que tratan a Jesús en el Pan eucarístico.
Tienen una fe inquebrantable en que el pan y el vino se convierten, por las palabras de la consagración, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
En varios textos de los siglos I y II, vemos cómo va evolucionando y construyéndose la liturgia de la Iglesia.
Emociona comprobar cómo seguimos celebrando la misma Misa que se celebraba en el siglo I: lo podemos ver en la descripción del Santo Sacrificio que San Justino, en el año 155, hace al emperador Antonino Pío; o en la “Traditio Apostólica” de San Hipólito de comienzos del siglo III.
Cada día junto al sagrario o en la Misa podemos vernos acompañando a Jesús junto a esos cristianos de los primeros tiempos, que nos animan a cuidarle y a tratarle con todo el cariño del que seamos capaces.
Debemos dar gracias a Jesús por quedarse tan cerca de nosotros en la Eucaristía, ayudándonos a amarle y a tratarle con la misma novedad y reverencia con la que lo hicieron aquellos primeros cristianos.
1. (La Didaché, en el siglo I, nos enseña a dar gracias a Dios por recibirle en al comunión…)
Después de saciaros, daréis gracias así:
Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has dado a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre, y diste a los hombres alimento y bebida para su disfrute, para que te dieran gracias. Mas a nosotros nos hiciste el don de un alimento y una bebida espiritual y de la vida eterna por medio de tu siervo. Ante todo te damos gracias porque eres poderoso. A ti la gloria por los siglos. (DIDACHÉ o ENSEÑANZA DE LOS DOCE APÓSTOLES, 9, 1-10, 7)
2. (Son impresionantes las palabras que San Ignacio de Antioquía, a finales del siglo I, dedica a la Eucaristía definiéndola como “medicina de inmortalidad”…)
Es medicina de inmortalidad, antídoto para no morir, remedio para vivir en Jesucristo para siempre. (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los Efesios, 90)
3. (En el otoño del 112, Plinio –cónsul romano de Bitinia- escribe al emperador porque había descubierto que los cristianos tenían por costumbre reunirse cada domingo. Bitinia estaba llena de cristianos. Este texto nos sitúa en la celebración de una misa dominical a comienzos del siglo II. No habían dejado estas reuniones ni siquiera después del edicto del gobernador que recalcaba la persecución…)
Es una muchedumbre de todas las edades, de todas las condiciones, esparcida en las ciudades, en la aldeas y en el campo. (…) Tienen la costumbre de reunirse en un día fijado, antes de la salida del sol, de cantar un himno a Cristo como a un dios, de comprometerse con juramento a no perpetrar crímenes, a no cometer ni latrocinios ni pillajes ni adulterios, a no faltar a la palabra dada.
Ellos tienen también la costumbre de reunirse para tomar su comida que, no obstante las habladurías, es comida ordinaria e innocua». (PLINIO, Gobernador Romano de Bitinia, Libro X, Carta 96)
4. (Emociona comprobar cómo seguimos celebrando la misma Misa que se celebraba en el siglo I: lo podemos ver en la descripción del Santo Sacrificio que San Justino, en el año 155, hace al emperador Antonino Pío…)
El día que se llama día del sol (el Domingo) tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las Recuerdos de los Apóstoles y los escritos de los Profetas.
Luego, cuando el lector termina, el que preside toma la palabra y hace una invitación y exhortación a que imitemos estos bellos ejemplos.
Seguidamente, nos levantamos todos a una y oramos por nosotros... y por todos los demás dondequiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar la salvación eterna.
Luego se lleva, al que preside, el pan y una copa con vino y agua mezclados.El que preside los toma y eleva alabanzas y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo ha respondido “amén”, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes el pan y el vino “eucaristizados”. (SAN JUSTINO, Apología I, Carta a Antonino Pío, 67)
5.
Si tomas el alimento y la santa bebida de la Eucaristía, como que viene del Sacramento de la Cruz, pues aquel misterioso madero fue figura suya, el que hizo dulces las aguas, del mar, llenará tu alma de verdadera suavidad. (SAN CIPRIANO DE CARTAGO, Libro de la Oración, 35)
6. (Son especialmente expresivas las palabras de San Cirilo, obispo de Jerusalén a partir del 348, que para manifestar nuestra unión tan plena con Cristo en la Eucaristía dice que nos hacemos una misma cosa con Él…)
Para que cuando tomes el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas “concorpóreo” y “consanguíneo” suyo (un mismo cuerpo y sangre con Él) ; y así, al distribuirse en nuestros miembros su Cuerpo y su Sangre, nos convertimos en portadores de Cristo (Cristóforos).
De está manera -según la expresión de San Pedro- también nos hacemos partícipes de la naturaleza divina. (SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis Mistagógica, 4, 3)
7.
Así como un poco de levadura, según la doctrina del Apóstol, hace fermentar toda la masa, así también el divino cuerpo de Jesucristo, que padeció la muerte, y es el principio de nuestra vida, entra en nuestro cuerpo, nos cambia y nos transforma totalmente en Él.
Porque como que un veneno que se ha derramado por los miembros sanos, los corrompe en poco tiempo, así por contraria razón, cuando el cuerpo inmortal de Jesucristo se ha llegado a mezclar con el del hombre, que en otro tiempo había comido el fruto envenenado, le transforma todo entero en su divina naturaleza. (SAN GREGORIO DE NISA, Sobre el Eclesiástico, 37)
8.
¿Cuál es la obligación propia y particular de los que comen el pan y reciben la bebida de Dios? Es la de conservar continuamente la memoria del que murió y resucitó por ellos. ¿A qué más les obliga esta memoria? a no vivir ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. (SAN BASILIO MAGNO, Regla 80, 58)
9.
Jesucristo es mi comida, Jesucristo es mi bebida. La carne de un Dios es mi comida, la sangre de un Dios es mi bebida. En otro tiempo bajó del cielo el pan que llamó el Profeta pan de Ángeles: mas aquel no era el verdadero pan, sólo era sombra del que había de venir. El Pan Eterno me tenía reservado este verdadero pan que viene del cielo, y este es el pan de vida.
Aquel, pues, que come la vida, no podrá morir, porque ¿cómo había de morir el que tiene por alimento la misma vida? (SAN AMBROSIO, Comentario al Salmo 118, 69)
10.
No nos concedió solamente el verle sino tocarle también, y comerle, e hincar los dientes en su carne y unirnos a Él de la manera mas íntima. (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre el Evangelio de San Juan, 46)
11.
Así como cuando uno junta dos trozos de cera y los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una sola cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre, Él se une a nosotros y nosotros nos unimos a Él. (SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Comentario al Evangelio de San Juan, 10)
12. A principios del s. IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición.
Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus (Acta SS. Saturnini, Dativi el aliorum plurimorum martyrum in Africa. 7.9.10) Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado.
Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la Eucaristía? (BENEDICTO XVI, Sacramentum Caritatis, 95)
https://www.primeroscristianos.com/la-celebracion-de-la-eucaristia-en-la-iglesia-primitiva-1/
Ver en Wikipedia
Colosas sólo aparece una vez en la Biblia: Colosenses 1:2. La iglesia de Colosas recibió una carta con el nombre del apóstol Pablo. Sin embargo, no hay ninguna indicación en el Nuevo Testamento de que Pablo haya visitado esta ciudad. De hecho, en Colosenses 2:1 da a entender que los miembros de esta iglesia y los de la cercana Laodicea nunca lo habían visto "cara a cara".

Trainor explica que puede haber otra referencia a esta comunidad y su iglesia en otra parte del Nuevo Testamento:
Algunos eruditos... conjeturan que Colosas fue el lugar donde se recibió la carta de Pablo a Filemón y que muy probablemente estuvo implicada en el Libro del Apocalipsis. Su escritor, el vidente Juan, se dirige a siete "iglesias", incluida Laodicea (Apocalipsis 3:14-22).
Las aguas tibias de Laodicea, su producción de oro y textiles, y sus productos medicinales se convierten en metáforas de la fidelidad y el compromiso religioso de los laodicenses, que el escritor del Apocalipsis les insta a renovar. Los colosenses, por asociación y proximidad a Laodicea, se habrían sentido igualmente alentados.
Las cerámicas recogidas en la superficie de Colosas muestran que estuvo ocupada de forma intermitente desde el 3500 a.C. hasta el 1100 d.C. (desde el Calcolítico hasta el periodo bizantino e islámico). Una inscripción hitita del siglo XVII a.C. podría hacer referencia al lugar, llamándolo Huwalušija.

La primera aparición concreta de Colosas en un documento histórico data del siglo V a.C., cuando Heródoto la menciona como una "gran ciudad" visitada por el rey persa Jerjes en su campaña militar a Grecia.
Desde el periodo persa hasta el bizantino, fue una ciudad grande e importante.
Durante el periodo bizantino, incluso fue sede metropolitana (una archidiócesis) y tuvo una de las mayores iglesias de Oriente Próximo: la iglesia de San Miguel, llamada así por el arcángel Miguel.
Conocido por curar a los enfermos, San Miguel era una figura especialmente importante en Colosas.
La leyenda dice que salvó a la ciudad a petición del sacerdote Arquipo, que aparece en Colosenses 4:17. Trainor explica la leyenda:
Arquipo solicita la intervención divina para rescatar a la población cristiana de Colosas de una invasión pagana que pretendía desviar las aguas del río Lico para inundar y matar a los habitantes de la ciudad. Miguel interviene, clava su lanza en la tierra, desvía las aguas bajo tierra, salva al pueblo y crea el abismo que aparece en la topografía cercana a Colosas.
Esta historia se convirtió en un tema iconográfico popular en toda Asia Menor y Oriente Medio.
La leyenda etiológica explica varias características topográficas del paisaje que rodea a Colosas, el movimiento del agua del río Lico bajo tierra y sus propiedades curativas, el significado del nombre dado a Chonos/Honaz (que significa "hundimiento" o "embudo"), el supuesto traslado de Colosas y el mayor edificio eclesiástico de Asia Menor que lleva el nombre de San Miguel.
A pesar de su importancia, su ubicación se ha perdido. Una tradición sitúa la iglesia al noreste de Colosas, cerca del río Lico, y otra la sitúa al sureste del Tell en la actual Honaz. Tal vez las futuras excavaciones revelen su ubicación.
Aunque la Iglesia de San Miguel fue una de las iglesias bizantinas más grandes del Cercano Oriente, su ubicación se ha perdido para nosotros. Este fragmento de columna al noreste de Colosas cerca del río Lycus puede marcar su ubicación. Foto: Cortesía de Michael Trainor
Esperamos que en este lugar, de una importancia colosal, se excave pronto.
La expansión del Cristianismo en el mundo antiguo se acomodó a las estructuras y modos de vida propios de la sociedad romana.
Examinadas ya la progresiva realización del principio de universalidad cristiana y las relaciones entre la Iglesia y el Imperio pagano, procede ahora exponer los principales aspectos de la vida interna de las cristiandades: su composición social y jerárquica, el gobierno pastoral, la doctrina, la disciplina, el culto litúrgico, etc.
La Roma clásica promovió por doquier, con deliberado propósito, la difusión de la vida urbana: municipios y colonias surgieron en gran número por todas las provincias de un Imperio para el cual urbanización era sinónimo de romanización.
El Cristianismo nació en este contexto histórico y las ciudades fueron sede de las primeras comunidades, que constituyeron en ellas iglesias locales. Las comunidades cristianas estaban rodeadas de un entorno pagano hostil, que favorecía su cohesión interna y la solidaridad entre sus miembros.
Pero esas iglesias no fueron núcleos perdidos y aislados: la comunión y la comunicación entre ellas era real y todas tenían un vivo sentido de hallarse integradas en una misma Iglesia universal, la única Iglesia fundada por Jesucristo.
Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un «colegio» de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las iglesias «paulinas», fundadas por el Apóstol de las Gentes.
Pero a medida que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado local monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo era el jefe de la iglesia, pastor de los fieles y, en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.
La clave de la unidad de las iglesias dispersas por el orbe, que las integraba en una sola Iglesia universal, fue la institución del Primado romano. Cristo, Fundador de la Iglesia —tal como se recordó en otro lugar—, escogió al Apóstol Pedro como la roca firme sobre la que habría de asentarse la Iglesia. Pero el Primado conferido por Cristo a Pedro no era, de ningún modo, una institución efímera y circunstancial, destinada a extinguirse con la vida del Apóstol. Era una institución permanente, prenda de la perennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los tiempos.
Pedro fue el primer obispo de Roma, y sus sucesores en la Cátedra romana fueron también sucesores en la prerrogativa del Primado, que confirió a la Iglesia la constitución jerárquica, querida para siempre por Jesucristo. La Iglesia romana fue, por tanto —y para todos los tiempos—, centro de unidad de la Iglesia universal.
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El ejercicio del Primado romano ha estado lógicamente condicionado, a lo largo de los siglos, por las circunstancias históricas. En épocas de persecución o de difíciles comunicaciones entre los pueblos, aquel ejercicio fue menos fácil e intenso que en otros momentos más propicios.
Pero la historia permite documentar, desde la primera hora, tanto el reconocimiento por las demás iglesias de la preeminencia que correspondía a la Iglesia romana, como la conciencia que los obispos de Roma tenían de su Primacía sobre la Iglesia universal.
A principios del siglo II, San Ignacio, obispo de Antioquía, escribía que la Iglesia romana es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», atribuyéndole así un derecho de supremacía eclesiástica universal. Para San Ireneo de Lyon, en su tratado «Contra las herejías» (a. 185), la Iglesia de Roma gozaba de una singular preeminencia y era criterio seguro para el conocimiento de la verdadera doctrina de la fe.
De la conciencia que tenían los obispos de Roma de poseer el Primado sobre la Iglesia universal ha quedado un testimonio insigne, que se remonta al siglo I. A raíz de un grave problema interno, surgido en el seno de la comunidad cristiana de Corinto, el papa Clemente I intervino de modo autoritario.
La carta escrita por el Papa, prescribiendo aquello que procedía hacer y exigiendo obediencia a sus mandatos, constituye una clara prueba de la conciencia que tenía de su potestad primacial; y no es menos significativa la respetuosa y dócil acogida dispensada por la iglesia de Corinto a la intervención pontificia.
«Los cristianos no nacen, se hacen», escribió Tertuliano a finales del siglo II. Estas palabras pudieron significar, entre otras cosas, que, en su tiempo, la gran mayoría de los fieles no eran —como serían a partir del siglo IV— hijos de padres cristianos, sino personas nacidas en la gentilidad, venidas a la Iglesia en virtud de una conversión a la fe de Jesucristo. El bautismo —sacramento de incorporación a la Iglesia— constituía entonces el coronamiento de un dilatado proceso de iniciación cristiana.
Este proceso, comenzado por la conversión, proseguía a lo largo del «catecumenado», un tiempo de prueba y de instrucción catequética, instituido de modo regular desde finales del siglo II. La vida litúrgica de los cristianos tenía su centro en el Sacrificio Eucarístico, que se ofrecía por lo menos el día del domingo, bien en una vivienda cristiana —sede de alguna «iglesia doméstica»—, o bien en los lugares destinados al culto, que comenzaron a existir desde el siglo III.
Las antiguas comunidades cristianas estaban constituidas por toda suerte de personas, sin distinción de clase o condición. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia estuvo abierta a judíos y gentiles, pobres y ricos, libres y esclavos.
Es cierto que la mayoría de los cristianos de los primeros siglos fueron gentes de humilde condición, y un intelectual pagano hostil al Cristianismo, Celso, se mofaba con desprecio de los tejedores, zapateros, lavanderas y otras gentes sin cultura, propagadores del Evangelio en todos los ambientes.
Pero es un hecho indudable que, desde el siglo I, personalidades de la aristocracia romana abrazaron el Cristianismo. Este hecho, dos siglos más tarde, revestía tal amplitud que uno de los edictos persecutorios del emperador Valeriano estuvo dirigido especialmente contra los senadores, caballeros y funcionarios imperiales que fueran cristianos.
La estructura interna de las comunidades cristianas era jerárquica. El obispo —jefe de la iglesia local— estaba asistido por el clero, cuyos grados superiores —los órdenes de los presbíteros y los diáconos— eran, como el episcopado, de institución divina.
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| Coliseo romano | |||
Clérigos menores, asignados a determinadas funciones eclesiásticas, aparecieron en el curso de estos siglos. Los fieles que integraban el Pueblo de Dios eran en su inmensa mayoría cristianos corrientes, pero los había también que se distinguían por una u otra razón.
En la edad apostólica hubo numerosos carismáticos, cristianos que para servicio de la Iglesia recibieron dones extraordinarios del Espíritu Santo.
Los carismáticos cumplieron una importante función en la Iglesia primitiva, pero constituían un fenómeno transitorio que se extinguió prácticamente en el primer siglo de la Era cristiana.
Mientras duró la época de las persecuciones, gozaron de un especial prestigio los «confesores de la fe», llamados así porque habían «confesado» su fe como los mártires, aunque sobrevivieran a sus prisiones y tormentos.
Todavía procede señalar otros fieles cristianos, cuya vida o ministerios les conferían una particular condición en el seno de las iglesias: las viudas, que desde los tiempos apostólicos formaban un «orden» y atendían a ministerios con mujeres; y los ascetas y las vírgenes, que abrazaban el celibato «por amor del Reino de los Cielos» y constituían —en palabras de San Cipriano— «la porción más gloriosa del rebaño de Cristo».
Los primeros cristianos sufrieron la dura prueba externa de las persecuciones; internamente, la Iglesia hubo de afrontar otra prueba no menos importante: la defensa de la verdad frente a corrientes ideológicas que trataron de desvirtuar los dogmas fundamentales de la fe cristiana.
Las antiguas herejías —que así se llamó a esas corrientes de ideas— pueden dividirse en tres distintos grupos. De una parte, existió un Judeo-cristianismo herético, negador de la divinidad de Jesucristo y de la eficacia redentora de su Muerte, para el cual la misión mesiánica de Jesús habría sido la de llevar el Judaismo a su perfección, por la plena observancia de la Ley.
![]() Catacumba romana |
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Un segundo grupo de herejías —de más tardía aparición— se caracterizó por su fanático rigorismo moral, estimulado por la creencia en un inminente fin de los tiempos. En el siglo II, la más conocida de estas herejías fue el Montanismo, aunque en el África latina, de principios del siglo IV, el extremismo rigorista sería todavía uno de los componentes del Donatísmo.
Pero la mayor amenaza que hubo de afrontar la Iglesia cristiana durante la edad de los mártires fue, sin duda, la herejía gnóstica. El Gnosticismo era una gran corriente ideológica tendente al sincretismo religioso, muy de moda en los siglos finales de la Antigüedad. El Gnosticismo —que constituía una verdadera escuela intelectual— se presentaba como una sabiduría superior, al alcance sólo de una minoría de «iniciados».
Ante el Cristianismo su propósito fue desvirtuar las verdades de la fe, presentando las doctrinas gnósticas como la expresión de la tradición cristiana más sublime, que Cristo habría reservado para sus discípulos más íntimos. El representante más notable del Gnosticismo cristiano fue Marción. La Iglesia reaccionó con entereza y los Padres Apostólicos demostraron la absoluta incompatibilidad existente entre Cristianismo y Gnosticismo.
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