"Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Entonces los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor! Y él les dijo: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no pongo mi dedo en el lugar de los clavos, y no pongo mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después los discípulos estaban en casa de nuevo y Tomás estaba con ellos.
Jesús se acercó, a puerta cerrada, se detuvo en medio de ellos y les dijo: "¡Paz a vosotros! Entonces dijo a Tomás: "Pon tu dedo aquí y mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado; y ya no seas incrédulo, sino creyente. Tomás respondió: "¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: "Porque tú me has visto, tú has creído, bienaventurados los que, aunque no me hayan visto, creerán". (Jn 20. 24 - 29)
El nombre Tomás en arameo significa "mellizo" y el apodo con el que se conocía al apóstol -Dídimo- en griego tiene el mismo significado. No sabemos, sin embargo, si Santo Tomás, quizás un pescador y uno de los primeros en dejarlo todo para seguir a Jesús, tenía un hermano. Venerado como santo por católicos, ortodoxos y coptos, sus restos se encuentran en la iglesia de Ortona dedicada a él.
Por lo general, cuando hablamos de Santo Tomás, empezamos por el final: desde que, es decir, después de la Resurrección, no está presente en la aparición de Jesús a los apóstoles, no creerá lo que le digan. Pero esto no debe llevar a pensar que Tomás es un creyente tibio o, peor aún, un pecador.
Es sólo un hombre cuya fe profunda, sin embargo, es puesta a prueba por la vida y no la esconde: expresa sus dudas, le hace a Cristo las preguntas que ocupan su corazón. Cuando, por ejemplo, Jesús quiere volver a Betania, donde murió su amigo Lázaro y los discípulos tienen miedo porque en Judea el clima no es nada favorable, es Tomás quien no tiene dudas, hasta el punto de decir: "Vayamos a morir con él".
Ya en la Última Cena, cuando Cristo nos dice que preparemos un lugar para todos en la Casa del Padre, Tomás se desorienta, le pregunta al Señor adónde va y cómo se puede conocer ese camino y entonces Jesús le responde: "Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida".
Y así llegamos al conocido episodio de la incredulidad de Tomás. Toda la comunidad de los apóstoles se estremece por la pérdida de Jesús y la violencia de su muerte, pero Jesús resucitó y se aparece inmediatamente a los suyos para tranquilizarlos.
Tomás no está allí y no cree en la historia de los demás: tal vez por su terquedad innata, tal vez porque lamenta no haber estado presente, pero exige tocar con sus propias manos las heridas de los clavos y las de su costado. Es un hombre, después de todo. Jesús lo satisface, regresando ocho días después.
Tomás le creyó inmediatamente, hasta el punto de que le llamó "Señor mío y Dios mío", como nadie lo había hecho antes. Jesús, finalmente, hace una promesa que es para toda la humanidad, hasta el fin de los tiempos: "Bienaventurados los que, aunque no hayan visto, creen".
Se entiende que Tomás no era muy culto, pero ciertamente lo compensó con el inmenso amor que sentía por Jesús. Según la tradición, le tocó a él evangelizar Siria y luego la ciudad de Edesa, desde donde se trasladó para fundar la primera comunidad cristiana de Babilonia, en Mesopotamia, donde permaneció durante siete años, cuando se embarcó para la India.
Desde Muziris, donde ya existe una próspera comunidad judía que en poco tiempo se hizo cristiana, viajó por todo el país hasta llegar a China, impulsado siempre y sólo por amor al Evangelio. De vuelta en la India, tuvo una muerte de mártir, atravesado por una lanza en la actual Chennai, el 3 de julio del año 72.
Lugar de genuina belleza, conserva la riqueza de tradiciones seculares. El rumor del agua corre sin descanso desde la fuente que constituye el centro del asentamiento monástico.
Este ruido proviene de la fuente que se llama Ein Qamis y nos recuerda la historia de un ermitaño, traducida como “fuente del ermitaño”.
En el gran bloque de piedra, una gruta recuerda otros acontecimientos de la vida de San Juan Bautista.
"Esta es una gruta natural que con el tiempo se ha alargado. La tradición cuenta que en esta gruta, Santa Isabel se escondió con su hijo Juan, que se convertirá en el Bautista, de la persecución del rey Herodes. Vemos un fresco reciente, de 2004, realizado por frailes de Italia, y representa el momento en que Juan fue ocultado por su madre Isabel."
En la vigilia de la fiesta de San Juan, la campana suena anunciando el inicio de la celebración.
De Jerusalén, de Ein Karem y alrededores llegan fieles para participar en la oración de vísperas presidida por Fr. Dobromir Jasztal, vicario custodial, junto a franciscanos y religiosos de las comunidades locales.
Todos se dirigen en procesión hasta la gruta donde se proclama el Evangelio según San Lucas que narra la misión de Juan Bautista: “Como está escrito en el libro del profeta Isaías. Voz que clama en el desierto: Preparad el camino al Señor, enderezad sus senderos…”
En su reflexión, Fr. Dobromir, vicario custodial de la Custodia de Tierra Santa, subrayó dos aspectos que hacen referencia a la figura de San Juan y su misión.
Primero, el lugar, el ambiente en el que desarrolló su misión y la gente de la que se rodeó. Segundo, el contenido del mensaje que dirigió a sus contemporáneos, pero que continúa dirigiéndonos a cada uno de nosotros.
San Juan, en primer lugar, nos invita a la conversión. Nos indica el único camino eficaz para poder hacer sitio al Señor, para poderlo acoger. El segundo aspecto es el que hace referencia al contenido. El mismo Juan se convierte en una voz en el desierto: preparad el camino al Señor.
Esta invitación a preparar el camino al Señor no indica hacer una acción que facilite el paso del Señor junto a nosotros, sino que quiere decir comprometerse espiritualmente, con el corazón, para preparar el lugar donde acoger al Señor, no dejarlo pasar junto a nosotros, sino acogerlo dentro de nosotros, en nuestra vida y en nuestra existencia.
Fr. Dobromir tiene un fuerte vínculo con este lugar, situado lejos de la ciudad. Hoy ya no se considera zona desértica, porque entorno a él hay abundante vegetación. “Quien viene aquí —explica el vicario custodial— puede desprenderse no solo del ruido de la ciudad, sino también de todas las preocupaciones, el peso de la vida diaria, para dedicarse, abrirse a la escucha de la palabra de Dios, a lo que esta palabra quiere comunicarnos a cada uno de nosotros.
En la solemnidad del Santo, el jueves 24 de junio, la misa fue celebrada en la iglesia de la Natividad de San Juan Bautista, en el lugar indicado como la casa de Zacarías. En 1485 los franciscanos descubrieron la capilla de la Natividad del Bautista.
"El corazón es el órgano vital más importante del hombre. En la Biblia el corazón no es simplemente el símbolo del amor: el corazón es el que piensa, quien decide, quien escucha. Ben Sirá, el sabio, dijo: “El Señor te ha creado con un corazón para pensar”. El mandamiento más importante es amar al Señor con todo tu corazón." El Evangelista Juan explica detalladamente esta gran prueba de amor y misericordia de Jesús, citando: “Al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua”.
"También Jesús tiene corazón. Precisamente la fiesta del Sagrado Corazón celebra el amor de Dios por los hombres: “Dios amó tanto al mundo que mandó a su Hijo”. Y del costado de Cristo brotó agua y sangre cuando el soldado traspasó su costado. ¿Qué significa esto? Debemos recordar la escena en el Paraíso cuando Dios creó a Adán dormitando: Dios le abrió el costado extrayéndole una costilla para formar a Eva.
Del costado de Cristo, que está abierto, nace la Iglesia, la nueva Eva que nace. Y ella, a través, de los sacramentos del agua y la sangre regenerará al mundo: esta es una primera interpretación. Una segunda interpretación la deducimos gracias al capítulo 47 del libro de Ezequiel.
Ezequiel ve un nuevo templo bajo el que brotaba agua. Jesús es el nuevo templo y de su costado la fuente de agua viva brota y desemboca en el Mar Muerto haciendo potables las aguas saladas: Habrá algunos pequeños peces. Los pequeños peces son los cristianos que deben vivir en el agua, que deben acordarse del agua de su bautismo. Un pez fuera del agua muere.
Órgano esencial para la vida, muy citado en la Palabra de Dios, puede significar la sed “íntima” del ser humano: pensamiento, recuerdo, sentimiento y decisión.
Fr. FRÉDÉRIC MANNS, ofm Studium Biblicum Franciscanum
"La Biblia cita casi mil veces la palabra ‘corazón’ del hombre y de Dios. El corazón es casi siempre, en un 80%, el símbolo del amor."
Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: “multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una —la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma.—Te hablo muy seriamente: que por ti no se lesione esta unidad santa. ¡Llévalo a tu oración!
Forja, 632
"Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos." —¿Verdad que es conmovedor ese apelativo —¡santos!— que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?
—Aprende a tratar a tus hermanos.
Camino, 799
Me parece tan bien tu devoción por los primeros cristianos, que haré lo posible por fomentarla, para que ejercites —como ellos—, cada día con más entusiasmo, ese Apostolado eficaz de discreción y de confidencia.
Camino, 971
Como los religiosos observantes tienen afán por saber de qué manera vivían los primeros de su orden o congregación, para acomodarse ellos a aquella conducta, así tú —caballero cristiano— procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús, que trataron a Pedro y a Pablo y a Juan, y casi fueron testigos de la Muerte y Resurrección del Maestro.
Camino, 925
Te está ayudando mucho —me dices— este pensamiento: desde los primeros cristianos, ¿cuántos comerciantes se habrán hecho santos?
Y quieres demostrar que también ahora resulta posible... —El Señor no te abandonará en este empeño.
Surco, 490
Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo.
No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe.
Conversaciones, 24Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...
Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos.
Camino, 799Amar a la Iglesia
Hace falta hoy repetir, en voz muy alta, aquellas palabras de San Pedro ante los personajes importantes de Jerusalén: este Jesús es aquella piedra que vosotros desechasteis al edificar, que ha venido a ser la principal piedra del ángulo; fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro: pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos salvarnos (Act IV, 11-12).
Así hablaba el primer Papa, la roca sobre la que Cristo edificó su Iglesia, llevado de su filial devoción al Señor y de su solicitud hacia el pequeño rebaño que le había sido confiado.
De él y de los demás Apóstoles, aprendieron los primeros cristianos a amar entrañablemente a la Iglesia.
Amar a la Iglesia, 13
Para seguir las huellas de Cristo, el apóstol de hoy no viene a reformar nada, ni mucho menos a desentenderse de la realidad histórica que le rodea... —Le basta actuar como los primeros cristianos, vivificando el ambiente.
Surco, 320
En los Hechos de los Apóstoles se narra una escena que a mí me encanta, porque recoge un ejemplo claro, actual siempre: "perseveraban todos en la enseñanza de los Apóstoles, y en la comunicación de la fracción del pan, y en la oración".
Es una anotación insistente, en el relato de la vida de los primeros seguidores de Cristo: "todos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración". Y cuando Pedro es apresado por predicar audazmente la verdad, deciden rezar. "La Iglesia incesantemente elevaba su petición por él."
La oración era entonces, como hoy, la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior: "¿hay entre vosotros alguno que está triste? Que se recoja en oración." Y San Pablo resume: "orad sin interrupción", no os canséis nunca de implorar.
Amigos de Dios, 242
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Los peregrinos medievales que llegaban a Roma a venerar los sepulcros de los mártires empezaban preguntando por la basílica de los Santos Juan y Pablo en el monte Celio. Era de rigor comenzar por ella el recorrido de los santuarios romanos. Era la única iglesia erigida sobre tumba de mártires dentro del recinto de la ciudad. Los demás mártires habían sido enterrados en las afueras, por aquella ley de las Doce Tablas que prohibía la sepultura en el interior de la ciudad.
"Dios, que había rodeado a Roma con una gloriosa corona de tumbas de mártires cantaba un prefacio antiguo, quiso esconder en las entrañas mismas de la ciudad los miembros victoriosos de los Santos Juan y Pablo." El itinerario-guía, que orientaba a los peregrinos a través de los santos lugares, advertía, además, que la basílica que guardaba tan preciadas reliquias era la propia casa de los mártires, convertida en iglesia después de su martirio".
A pocos metros del Coliseo arrancaba un suave repecho, el Clivus Scauri, que les llevaba rápidamente al espacioso atrio que abría sus pórticos delante de la basílica. Debía de ser muy fuerte la emoción de los peregrinos al poner los pies en la "casa de los mártires".
En torno a la figura de aquellos mártires, y con retazos de procedencia diversa, el tiempo había tejido, ya para el año 500, una leyenda sugestiva. Resulta difícil, hoy, señalar el núcleo de verdad que acaso contenga la leyenda y separar el filón de la escoria que le cubre.
No faltan en ella, ciertamente, incongruencias y contradicciones históricas. Por eso la mayor parte de los críticos se inclinan hoy a negar todo crédito a las actas que nos refieren el martirio de Juan y Pablo. Pero está la voz de los monumentos, que nos cuentan a su manera, con su lenguaje de piedra y de pinturas, la historia de unos mártires que no pueden ser sino los mismos que la leyenda desfiguró.
Según las Actas, Juan y Pablo fueron oficiales del ejército, acaso legionarios de la famosa legión Jovia. Pasaron luego a la corte, como gentiles hombres de cámara al servicio del emperador Constantino y, más tarde, de su hijo Constancio.
La hija de Constantino les dejó en herencia cuantiosas riquezas. Cuando Juliano ocupó el trono imperial e hizo pública su apostasía, los dos oficiales palatinos, fervientes cristianos, abandonaron la corte en señal de protesta y se retiraron a su casa del Celio, en Roma.
Conocemos hoy perfectamente las características de la casa a que alude la tradición. Excavaciones realizadas bajo el pavimento de la basílica celimontiana nos han revelado la disposición interior de aquella casa romana y gran parte de su decoración.
Se trataba de un inmueble de vastas proporciones, que ocupaba una superficie de 2.250 metros cuadrados y treinta metros de fachada.
En el monte Celio, famoso en aquel entonces por la suntuosidad de sus edificios, la grandiosa "casa de los mártires" encajaba perfectamente. Encontramos en ella la misma distribución y el mismo gusto por la decoración que distinguían a las casas patricias romanas.
La parte noble del edificio, destinada a habitaciones de los señores y de sus huéspedes, con sus amplias salas lujosamente decoradas con estatuas, revestimiento de mármoles, mosaicos y grandes pinturas murales, contrasta con la estrechez de los dormitorios de los esclavos. Muy espaciosas las salas de baño.
En las bodegas se han desenterrado gran número de ánforas, cántaros y otras, vasijas donde se guardaban las provisiones de la casa. Dos de las ánforas llevan grabado el monograma de Cristo. Trece aposentos conservan todavía, mejor o peor, la decoración antigua. No serán obras de arte, pero denotan un gusto bastante depurado. Los temas mitológicos se combinan con paisajes y motivos ornamentales.
Allí puede contemplarse el cuadro más grande que se conserva de la Roma antigua, pintado al fresco, sin que el color haya perdido todavía su viveza. Representa a Proserpina que vuelve del averno, acompañada de Ceres y de Baco. Una mano cristiana, en el siglo IV, extendió sobre la escena una capa de estuco.
No faltan en la casa de Celio pinturas de inspiración cristiana, que demuestran que sus moradores, en el siglo IV, eran cristianos. En una de las salas, en medio de figuras de apóstoles y escenas alegóricas de vida pastoril, se levanta espléndida la Orante, vestida de dalmática amarilla, con un velo verde sobre la cabeza y los brazos extendidos en actitud de oración.
Una escalera de piedra ponía en comunicación la planta baja con los pisos superiores. La casa alcanzaba una altura de quince metros. Desde sus amplios ventanales podía gozarse de uno de los espectáculos más maravillosos de Roma. A pocos metros extendía sus grandes arcos de travertino el templo erigido en honor del emperador Claudio.
Más allá, el Coliseo, los templos y edificios públicos del Palatino, del Foro y del Capitolio y las termas de Trajano y de Tito desplegaban al sol sus mármoles fulgurantes. Y, por encima de edificios y murallas, la mirada se perdía en las líneas onduladas de las colinas del Lacio y en los anchurosos horizontes del mar.
En aquella casa esperaban pasar Juan y Pablo los últimos años de su vida. Pero bien pronto empezaron a llegar noticias alarmantes de laactitud hostil del nuevo emperador. Su odio se ensañaba particularmente con los que habían servido más de cerca a su predecesor. Era, además, conocida su codicia del dinero. Trataba de apoderarse, por todos los medios, de las riquezas de los cristianos.
En carta a Scévola escribía él mismo con ironía que la admirable ley de los cristianos quiere que sean éstos exonerados de las cosas de aquí abajo, a fin de estar más ágiles para subir al cielo" y que por eso se dedicaba él a facilitarles el viaje despojándoles de sus bienes.
Cuidaba mucho el Apóstata de que los cristianos fueran condenados siempre como enemigos públicos, sin que en la sentencia se reflejaran los motivos verdaderos.
No tardó en llegar a oídos del emperador la noticia de que Juan y Pablo socorrían todos los días en su casa del Celio a una turba de cristianos pobres, a cuenta de las riquezas que habían heredado de la hija de Constantino. Hízoles llamar a la corte repetidas veces con promesas lisonjeras.
Mas ellos se negaron a servir a un emperador renegado que perseguía a los cristianos. Juliano pasó entonces de las promesas a las amenazas. Les conminó con la muerte como a enemigos públicos si en el plazo de diez días no renunciaban a su fe cristiana y volvían a los oficios de la corte.
Juan y Pablo se dispusieron a morir por Cristo. Como primera medida distribuyeron todas sus riquezas entre los pobres y se entregaron a obras de religión y piedad. Pasados los diez días de plazo, a la hora de cenar, se presentó en la casa del Celio Terenciano, capitán de cohorte, con un puñado de soldados.
Dicen las Actas que encontró a nuestros héroes en oración. En nombre del emperador les instó por última vez a adorar una pequeña estatua de Júpiter que traía consigo. Era la estatua que los legionarios de la legión Jovia veneraban en sus cuarteles. Juan y Pablo se negaron resueltamente.
Al filo de la medianoche Terenciano los hizo decapitar en un rincón oscuro de la misma casa. Y, para evitar que fueran luego venerados como mártires, mandó abrir una zanja a toda prisa en el fondo de uno de los corredores, debajo de la escalera principal. Allí ocultaron los cadáveres. Ocurría esto en la noche del 26 al 27 de junio del año 362.
A la mañana siguiente Terenciano hizo correr en Roma la voz de que Juan y Pablo habían salido de la ciudad, desterrados por orden del emperador.
Exactamente un año más tarde, el mismo día y a la misma hora en que caían al suelo las cabezas de nuestros mártires, moría asesinado en Maronsa, cerca de Bagdad, Juliano el Apóstata.
En Roma un grupo de posesos, entre ellos el hijo único de Terenciano, comenzó a revelar a voz en cuello la muerte de Juan y Pablo. Terenciano se vio obligado a indicar el lugar del enterramiento y los detalles del glorioso martirio.
Las Actas terminan con la historia de la transformación de la "casa de los mártires en iglesia, por obra de los senadores Bizante y Pammaquio".
Bizante es un personaje poco conocido en la historia de Roma. Sería él, probablemente, quien abrió al culto parte de la casa del monte Celio, después de convertir la planta baja en un pequeño santuario. Levantó un tabique frente al lugar de la sepultura, para protegerla de la devoción indiscreta de los visitantes.
Pero dejó abiertas unas pequeñas ventanas o fenestrellae, para que los devotos pudieran contemplar la tumba y tocarla con retazos y otros objetos, que luego conservarían como preciadas reliquias.
Decoró las paredes de aquel sagrado recinto con pinturas alusivas a los mártires. En el puesto de honor mandó pintar la figura de uno de ellos, en actitud de paz, a la entrada del paraíso, y a sus pies, venerándole, dos fieles postrados en tierra.
Entre otras composiciones, dos escenas de martirio llaman poderosamente la atención. Una de ellas nos muestra a tres personajes, dos varones y una mujer, en el momento de ser conducidos a la presencia del juez, bajo la vigilancia de dos guardianes. La otra nos hace asistir a la ejecución de los mártires.
Están los tres personajes de rodillas, los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, esperando con la cabeza inclinada el golpe de la espada. El verdugo está detrás de ellos y, junto a él, otro personaje que parece estar presidiendo la escena.
Es ésta una de las más antiguas y más dramáticas escenas de martirio que se conservan.
El pequeño santuario fue muy visitado por los devotos. Algunos dejaron en las paredes sus nombres y sus ruegos grabados con punta de hierro. La afluencia de visitantes fue creciendo y bien pronto aquel santuario resultó insuficiente. Decidióse erigir en aquel mismo lugar un santuario digno de la celebridad de que gozaban ya los santos mártires Juan y Pablo.
Costeó las obras el senador Pammaquio, personaje muy conocido en la Roma de fines del siglo IV. Pertenecía a la noble familia de los Furios. Fue amigo de San Jerónimo. Estudiaron juntos en Roma y se profesaron toda la vida mutuo afecto.
San Paulino de Nola y San Agustín alabaron en sendas cartas la fe y piedad de Pammaquio. Solía éste acudir al Senado en hábito de monje. Se hizo célebre, sobre todo, por sus obras de caridad. Distribuyó íntegramente entre los pobres la herencia que le dejara su mujer Paulina. Fundó en Ostia el famoso xenodochium, abierto a los peregrinos que llegaban a Roma por mar.
La basílica que levantó en el Celio hizo también honor a su munificencia. Fueron abatidos los tabiques interiores de los dos pisos superiores. Se rellenó de escombros toda la planta baja, a excepción del locus martyrii.
Y sobre veinticuatro columnas de granito negro apoyaron la espaciosa nave, bañada en la cálida luz que tamizaban setenta ventanas convenientemente distribuidas. Los itinerarios medievales la señalaban como "basílica grande y muy hermosa".
Cabe señalar que en un comienzo a la Eucaristía se le conocía como la “Fracción del Pan”, nombre que permaneció en uso mientras la Eucaristía se celebraba en el marco de una comida. También se le llamaba la “Cena del Señor”. Dentro de ese marco, dice San Pablo, no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias, pues queda santificado por la palabra de Dios y por la oración.
La Eucaristía supone participar de la Mesa del Señor, pero con un acento marcado en la acción de gracias: “A este alimento lo llamamos Eucaristía”, dice San Justino en su Primera Apología. Ya para ese entonces, la Eucaristía se había separado de la cena y se había trasladado a la mañana. Esto lo encontramos por primera vez a mediados del Siglo II, pero luego se impone en toda la Iglesia.
Sabemos que las primeras comunidades eran perseguidas y acusadas de realizar sacrificios humanos en su culto a Dios. Se conserva una carta que San Justino le envió al emperador romano Antonio Pío para el año 155 en la que el santo explicaba, en un lenguaje que el “César” pudiera comprender, cómo era exactamente eso que hacían los cristianos en aquellas extrañas reuniones dominicales:
“El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. (se celebraba en domingo)
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. (Liturgia de la Palabra, con todo y homilía)
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros… y por todos los demás donde quiera que estén a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna. (Oración de los Fieles)
Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros. (Rito de la Paz)
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados. (Presentación de las Ofrendas)
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. (Liturgia de la Eucaristía)
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén. Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua “eucaristizados” y los llevan a los ausentes.” (la Comunión)
Este relato de San Justino Mártir está recogido en su tratado conocido como Primera Apología (Apología 1, 65-67) y cuya dedicatoria reza: “Al emperador Antonino Pío y a los hijos adoptivos Marco Aurelio y Lucio Vero, al senado y al pueblo romano dirijo esta alocución y súplica en defensa de los hombres de toda estirpe, injustamente odiados y perseguidos”.
“Después de ser lavado de ese modo, y adherirse a nosotros quien ha creído, le llevamos a los que se llaman hermanos, para rezar juntos por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado, y por los demás esparcidos en todo el mundo. Suplicamos que, puesto que hemos conocido la verdad, seamos en nuestras obras hombres de buena conducta, cumplidores de los mandamientos, y así alcancemos la salvación eterna.
Terminadas las oraciones, nos damos el ósculo de la paz. Luego, se ofrece pan y un vaso de agua y vino a quien hace cabeza, que los toma, y da alabanza y gloria al Padre del universo, en nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo. Después pronuncia una larga acción de gracias por habernos concedido los dones que de Él nos vienen.
Y cuando ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén, que en hebreo quiere decir así sea. Cuando el primero ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que llamamos diáconos dan a cada asistente parte del pan y del vino con agua sobre los que se pronunció la acción de gracias, y también lo llevan a los ausentes.
A este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó.
Porque no los tomamos como pan o bebida comunes, sino que, así como Jesucristo, Nuestro Salvador, se encarnó por virtud del Verbo de Dios para nuestra salvación, del mismo modo nos han enseñado que esta comida – de la cual se alimentan nuestra carne y nuestra sangre – es la Carne y la Sangre del mismo Jesús encarnado, pues en esos alimentos se ha realizado el prodigio mediante la oración que contiene las palabras del mismo Cristo.
Los Apóstoles – en sus comentarios, que se llaman Evangelios – nos transmitieron que así se lo ordenó Jesús cuando, tomó el pan y, dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía; esto es mi Cuerpo. Y de la misma manera, tomando el cáliz dio gracias y dijo: ésta es mi Sangre. Y sólo a ellos lo entregó (…)
Nosotros, en cambio, después de esta iniciación, recordamos estas cosas constantemente entre nosotros. Los que tenemos, socorremos a todos los necesitados y nos asistimos siempre los unos a los otros. Por todo lo que comemos, bendecimos siempre al Hacedor del universo a través de su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo.
El día que se llama del sol, se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina, el que hace cabeza nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos ejemplos.
Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua como ya dijimos, y el que preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones degracias, y todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes por medio de los diáconos.
Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que se recoge se entrega al que hace cabeza para que socorra con ello a huérfanos y viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los encarcelados, a los forasteros que están de paso: en resumen, se le constituye en proveedor para quien se halle en la necesidad.
Celebramos esta reunión general el día del sol, por ser el primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo; y también porque es el día en que Jesucristo, Nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos; pues hay que saber que le entregaron en el día anterior al de Saturno, y en el siguiente—que es el día del sol—, apareciéndose a sus Apóstoles y discípulos, nos enseñó esta misma doctrina que exponemos a vuestro examen.”
https://www.primeroscristianos.com/eucaristia-iglesia-primitiva/
Ver en Wikipedia
Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época.
Se entiende bien que el cristiano encuentre dificultades no pequeñas para vivir su fe, puesto que la conversión no sólo comporta la renuncia a una religión de sus antepasados, sino también a unas realidades sociales que pueden entrar en colisión hasta con los lazos familiares. Contra los cristianos se exhiben toda suerte de calumnias y rumores infamantes. Es inútil que los apologistas cristianos refuten tales calumnias.
La conversión cristiana lleva consigo un cambio profundo en el interior del alma.
Se podría afirmar que los caminos que llevan a la conversión al cristianismo han sido muy variados, tantos como las personas que se incorporan a la nueva religión. De todas formas, nos vamos a encontrar con un común denominador que estará presente en la imensa mayoria de los casos. Nos referimos al encuentro personal que se da entre un cristiano y un futuro converso.
Por otra parte, este dato no puede extrañarnos, porque eso fue lo hizo Cristo cuando llamó a los primeros discípulos. Este modo de proceder individual se encuentra ya en los orígenes de la Iglesia. Todo creyente se convierte enseguida en un apóstol.
En los siguientes posts vamos a desarrollar estas ideas acerca de la conversión al cristianismo en los primeros siglos:
LA CONVERSIÓN AL CRISTIANISMO - PRIMEROS SIGLOS
LA FUERZA DE LA CONVERSIÓN COMO CAMBIO ESPIRITUAL
LA NOVEDAD DE LA CONVERSIÓN CRISTIANA
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
Ver en Wikipedia
Estos algunos estudiosos, eran obsequios estándar para honrar a un rey o deidad en el mundo antiguo: oro como metal precioso, incienso como perfume o incienso y mirra como aceite de unción. De hecho, estos mismos tres elementos aparentemente se encontraban entre los obsequios registrados en inscripciones antiguas, que el rey Seleuco II Callinicus ofreció al dios Apolo en el templo de Mileto en 243 a. C.
El libro de Isaías, al describir la gloriosa restauración de Jerusalén, habla de naciones y reyes que vendrán y “traerán oro e incienso y proclamarán la alabanza del Señor” (Isaías 60: 6).
Aunque el evangelio de Mateo no incluye los nombres o el número de los magos, muchos creen que el número de dones es lo que llevó a la tradición de los tres Reyes Magos.
Los dones tradicionales de los magos (oro, incienso y mirra) pueden haber tenido un valor tanto simbólico como práctico. Los investigadores creen que el autor del evangelio de Mateo conocía los usos medicinales del incienso.
Además del honor y el estatus que implica el valor de los dones de los magos, los eruditos creen que estos tres fueron elegidos por su simbolismo espiritual especial sobre el mismo Jesús: el oro representa su realeza, el incienso un símbolo de su función sacerdotal y la mirra prefigurando su muerte y embalsamamiento.
Otros han sugerido que los dones de los magos eran un poco más prácticos, incluso de naturaleza medicinal. Investigadores de la Universidad de Cardiff han demostrado que el incienso tiene un ingrediente activo que puede ayudar a aliviar la artritis al inhibir la inflamación que descompone el tejido del cartílago y causa dolor por artritis.
El nuevo estudio valida los usos tradicionales del incienso como remedio herbal para tratar la artritis en comunidades del norte de África y la Península Arábiga, donde crecen los árboles que producen esta aromática resina. ¿Sabían los magos “de Oriente” de las propiedades curativas del incienso cuando se lo llevaron al niño Jesús?
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Durante los primeros siglos de Historia del cristianismo quien se convierte a esta nueva religión no lo tiene fácil, basta que nos fijemos en el contexto social y cultural de la época. De ahí que debamos recordar qué eran las religiones paganas en los albores del cristianismo.
Estas religiones antiguas se hallaban ligadas a manifestaciones puramente externas de culto y, por otra parte, estaban muy unidas a la vida familiar y social de la propia ciudad (polis, civitas). Todo hombre libre, precisamente porque forma parte de una familia y de una ciudad, honra a los dioses protectores de éstas.
Desde el momento en que nace, lo presentan ante el altar donde se venera a los genios tutelares de su raza y éstos lo reconocen y lo adoptan de alguna manera. Lo inscriben a la vez en los registros de la fratría en Atenas o de la gens en Roma. Análogas ceremonias se renuevan cuando, por primera vez se le corta el pelo o se viste la toga viril.
Más tarde, si se le nombra para una magistratura, ejerce las funciones religiosas al mismo tiempo que los poderes políticos. Así por ejemplo, en Atenas el polemarca ofrece el sacrificio anual en honor de los guerreros de Maratón y preside los funerales de los guerreros muertos durante el año.
Otro tanto sucede en Roma. Así por ejemplo, no pueden reunirse los comicios, ni celebrarse las elecciones antes de que se haya consultado a los augures, y sólo los días fastos podían elegirse para poder celebrar tales eventos. Ya se tratara de declarar la guerra, de librar una batalla, de firmar un tratado, habían de celebrarse en nombre del Estado ritos fijados por una tradición de la que eran custodios los sacerdotes, para que las divinidades les fueran propicias.
Las religiones antiguas, nacionales en un principio, inseparables de la vida política, no son sin embargo exclusivistas. Como consecuencia de una guerra victoriosa, los dioses de los pueblos vencidos son llevados como esclavos, al igual que los hombres; pero como a pesar de todo no es posible evitar temerlos, se adquiere la costumbre de venerarlos con los otros y se les suplica concedan en lo sucesivo su protección a los nuevos fieles.
En caso de derrota entra la desconfianza con respecto a las divinidades nacionales que no han sabido proteger a sus adoradores y, sin abandonarlos, se recurre a los dioses del pueblo vencedor o a dioses extranjeros de los que se ha oído hablar, o cuyos beneficios se han experimentado ya ocasionalmente. Todos estos procedimientos se realizan especialmente en Roma, donde la pobreza de la religión primitiva hace más fácil la aceptación de los dioses de Grecia, primero, y más tarde de los dioses de Oriente.
Un corolario que se deducirá de esta concepción religiosa pagana será la equivalencia del culto a los dioses y, en consecuencia, se favorecerá la presencia de un sincretismo, que ofrecerá una especie de religión a la carta, según las preferencias que estén en boga. Algo similar a lo que sucede en la actualidad con el relativismo de la New Age, de la llamada Iglesia de la Cienciología y con las variadas sectas gnósticas de cuño oriental.
Por su parte, los individuos pueden adorar en privado a todos los dioses que quieran adoptar, siempre que permanezcan fieles a los cultos de la ciudad. Cuando la dinastía de los Severos ocupa el poder imperial, la moda y el favor de los soberanos ayudan al desarrollo del sincretismo y los emperadores son los primeros en practicarlo. Según el historiador Lampridio, Alejandro Severo había hecho colocar en la larario la imagen de Jesucristo, junto con Abrahán, Orfeo, Apolonio de Tiana y otros personajes que él consideraba divinizados.
Darse de baja de la religión es darse de baja de la ciudad. Si a Sócrates se le condena a beber la cicuta, los magistrados dictan esta sentencia con el pretexto de que no cree en los dioses en los que cree la ciudad y de que los sustituye por dioses nuevos. El desgraciado que rechaza a sus dioses, o el que por un grave crimen es arrojado de la ciudad pierde todos sus derechos sobre el agua y el fuego, es decir, sobre los elementos más indispensables en la vida. Dondequiera que se encuentre en adelante, ya no tiene patria, ni familia, ni religión.
Con tales precedentes se entiende bien que el cristiano encuentre dificultades no pequeñas para vivir su fe, puesto que la conversión no sólo comporta la renuncia a una religión de sus antepasados, sino también a unas realidades sociales que pueden entrar en colisión hasta con los lazos familiares.
Este será el caso de Santa Perpetua, una mujer joven de noble cuna, que tiene aún padre y madre, dos hermanos, uno de los cuales es catecúmeno y un niño de pecho, cuando es detenida bajo la acusación de ser cristiana. Su anciano padre es un pagano convencido y multiplica sus esfuerzos para devolver a su hija a la religión tradicional. Acude presuroso ante el tribunal, según ella misma nos cuenta, y le dice a su hija:
—“Hija mía, ten compasión de mis canas; ten compasión de tu padre si es que merezco de ti el nombre de padre. Si con el trabajo de estas manos te he llevado hasta la flor de la edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos, mira a tu madre y a tu tía materna, mira a tu hijito que no podrá sobrevivir a tu muerte. No seas empedernida, ni la ruina de todos nosotros. ¿Quién de nosotros podrá hablar libremente si a ti te condenan?
Así hablaba el padre, llevado de su piedad. Me besaba las manos y se arrojaba a mis pies, y con lágrimas me suplicaba llamándome, no ya su hija, sino su señora. Yo era la primera en sentir el dolor de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de darle ánimos diciéndole:
―Allá en el estrado del tribunal sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que nuestra suerte no está en nuestras manos, sino en las de Dios...
Otro día...apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y apartándome un poco del estrado me dijo:
―Ten compasión de tu hijo.
Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto procónsul Minucio Timiniano, le dijo:
―Ten consideración a las canas de tu padre; ten considrecaión a la tierna edad del niño. Ofrece un sacrificio por la salud de los emperadores.
Y yo respondí:
―No sacrifico.
Hilariano:
―Luego ¿eres cristiana? ―dijo.
Y yo respondí:
―Sí, soy cristiana.
Y como mi padre insistiera en que yo renegase, Hilariano mandó que se le echara de allí y aún le maltrataron con una vara. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. También me dolí por su avanzada vejez.
Entonces Hilariano pronuncia sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y bajamos jubilosos a la cárcel”.
Nada más emocionante que esta narración. Perpetua no es impasible; tiene hacia su padre un afecto profundo, sufre con sus sufrimientos y, sin embargo, no puede volverse atrás de su decisión: pertenece a Cristo.
Con todo, las exigencias de la vida familiar no son las únicas que constituyen un obstáculo para la conversión. Lo mismo sucede, y con más razón, con las que provienen de la vida social. La opinión pública condena al cristianismo. Es más, muchas veces incluso el mero nombre “cristiano” suscita la animadversión y la condena de los paganos. Así nos lo atestigua Tertuliano cuando escribe:
“La mayor parte han dedicado un odio tan ciego al nombre de cristiano que no pueden rendir a un cristiano un testimonio favorable sin atraerse el reproche de llevar dicho nombre:
― “Es un hombre de bien, dice uno, este Gayo Seyo, ¡lástima que sea cristiano! Otro dice también:
―Por mi parte, me extraño de que Lucio Ticio, un hombre tan ilustrado, se haya hecho súbitamente cristiano.
Nadie se pregunta si Gayo no será hombre de bien y Lucio ilustrado, porque son cristianos, porque el uno es hombre de bien y el otro ilustrado”.
Contra los cristianos se exhiben toda suerte de calumnias y rumores infamantes. Un repertorio de semejantes habladurías nos las ofrece Cecilio, un hombre culto e instruido, que apenas duda en creer y propalar que los cristianos adoran a un asno, participan en el asesinato ritual de niños y en orgías nocturnas. Es inútil que los apologistas cristianos refuten tales calumnias.
A estos vulgares maledicencias hay que añadir las acusaciones de ateísmo, de charlatanismo y de magia, el desprecio por los asuntos públicos, etc. Sucede, a veces, que el populacho airado toma por lo trágico estas acusaciones y atribuye a los cristianos los cataclismos que se producen. Son los grandes culpables de las desgracias nacionales:
¿Qué el Tiber se desborda en Roma? ¿Qué el Nilo, por el contrario, no se desborda en las campiñas de Egipto para fecundar la tierra? ¿Qué el cielo sigue inmóvil, tiembla la tierra, se declaran el hambre y la peste? Inmediatamente se grita: “los cristianos a los leones”.
Durante siglos se sigue haciendo responsable a los cristianos de las desgracias públicas. Orígenes, Arnobio y S. Agustín se ven forzados a responder a esos ataques y a recordar que mucho antes de la predicación del Evangelio ya habían existido inundaciones, pestes y guerras.
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
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Un testimonio significativo de lo que acabamos de decir es el de San Cipriano de Cartago. Hombre de elevada posición social, gozaba de gran reputación como retor en la ciudad de Cartago, que encontraría la fe, gracias a la buena amistad que tenía con Ceciliano, un cristiano que le descubre el error del paganismo y le presenta la verdad de Cristo. Veamos cómo tiene lugar ese cambio originado por la gracia bautismal, según lo relata el propio Cipriano en un escrito dirigido a un pagano llamado Donato:
“Cuando estaba postrado en las tinieblas de la noche, cuando iba zozobrando en medio de las aguas de este mundo borrascoso y seguía en la incertidumbre el camino del error sin saber qué sería de mi vida, desviado de la luz de la verdad, me imaginaba cosa difícil y, sin duda alguna, dura, según eran entonces mis aficiones, lo que me prometía la divina misericordia: que uno pudiera renacer y que, animado de nueva vida por el bautismo, dejara lo que había sido y que cambiara el hombre viejo de espíritu y mente, aunque permaneciera la misma estructura corporal...
Esto me decía una y mil veces a mí mismo. Pues, como me hallaba retenido y enredado en tantos errores de mi vida anterior, de los que no creía poder desprenderme, yo mismo condescendía con mis vicios inveterados y, deseperado de enmendarme, fomentaba mis males como hechos ya naturaleza en mí.
Más después que quedaron borradas con el agua de la regeneración (Bautismo) las manchas de mi vida pasada y se infundió la luz en mi espíritu transformado y purificado, después que me cambió en un hombre nuevo...
Al instante se aclararon las dudas de modo maravilloso, se abrió lo que estaba cerrado, se disiparon las tinieblas, se volvió fácil lo que antes parecía difícil, se hizo posible lo que se creía imposible, de modo que pude reconocer que provenía de la tierra mi anterior vida carnal sujeta a los pecados y, que era cosa de Dios lo que ahora estaba animado por el Espiritu Santo”.
El relato, como se puede observar, nos muestra con enorme claridad el aspecto sobrenatural de la conversión, que afecta en primer lugar a la captación de la verdad cristiana, pero que luego se proyectaría en realidades y formas de vida, que llevarían a San Cipriano a ser obispo de Cartago y morir mártir el año 258.
Se podría afirmar que los caminos que llevan a la conversión al cristianismo han sido muy variados, tantos como las personas que se incorporan a la nueva religión. De todas formas, si observamos con atención, nos vamos a encontrar con un común denominador que estará presente en la imensa mayoriade los casos. Nos referimos al encuentro personal que se da entre un cristiano y un futuro converso.
Por otra parte, este dato no puede extrañarnos, porque eso fue lo hizo Cristo cuando llamó a los primeros discípulos, tal y como nos lo ofrece el Evangelio de San Juan: Jesús pasa por la ribera del Jordán y se encuentra con dos discípulos del Bautista. Uno de ellos Andrés, hermano de Simón Pedro, lo primero que hace, después de estar con el Señor, es salir a buscar a su hermano Simón para decirle: “Hemos encontrado al Mesías” y lo llevó delante de Jesús.
Este modo de proceder individual se encuentra ya en los orígenes de la Iglesia. Todo creyente se convierte enseguida en un apóstol. Una vez que ha hallado la verdad, no tiene tregua ni reposo hasta que consigue hacer partícipes de su felicidad a los miembros de su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo.
Todo el mundo es capaz de realizar este apostolado, aún los más pobres, los esclavos con sus compañeros de servidumbre; los marineros en las escalas donde sus barcos arriban; los comerciantes con sus clientes, etc. Ninguna situación, ninguna condición, por humilde que sea, impide comunicar el mensaje cristiano.
Hay que decir, además, que de la mayoría de estas actuaciones apostólicas no nos han llegado noticias puntuales, pero afortunadamente de algunas personas, sobre todo de intelectuales, sí tenemos testimonios escritos, como nos sucede con San Justino, el filósofo de Naplusa.
Entre las obras que nos ha legado figura el Diálogo con Trifón, donde narra su búsqueda de la verdad en un recorrido que inicia primero con un estoico, y continúa a través de otros filósofos: un aristotélico, un pitagórico y un platónico. Termina su descripción contando su encuentro con un anciano, que resultó ser un cristiano. El anciano le hizo una exposición sucinta de la revelación cristiana, y puso un subrayado especial en la verdad proclamada por los profetas:
―”Existieron hace mucho tiempo ―me contestó el viejo― unos hombres más antiguos que todos estos tenidos por filósofos, hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios, que hablaban por el Espíritu Santo, y divinamente inspirados que predijeron lo que ahora se ha realizado.
Son llamados profetas. Sólo ellos han visto y anunciado a los hombres la verdad sin consideración, ni temor a nadie, sin dejarse llevar por la vanagloria, sino llenos del Espíritu Santo...
También por los prodigios que hacían es justo creerles, cuando han glorificado al Autor del universo, Dios y Padre, y cuando han anunciado a Cristo, Hijo suyo, que de Él procede. Esto dicho y muchas otras cosas que no hay por qué referir ahora, se marchó el viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y yo no le volví a ver más.
Pero inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo, y reflexionando conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano hallé que sólo ésta es la filosofía segura y provechosa. De este modo y por estos motivos soy yo filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador”.
La lectura de este pasaje de Justino pone de manifiesto los efectos que se producen en su alma por la gracia de la conversión:
1º la seguridad de haber captado la verdad,
2º la fogosidad que enciende su espíritu, y
3º el impulso apostólico que se extiende a todos los hombres.
by Domingo Ramos y Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com
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