Fue un milagro. El padre Alsabagh se disponía a dar la comunión a cientos de fieles que habían acudido a la misa dominical de las cinco en la Iglesia de San Francisco del barrio Azizieh de Alepo cuando un proyectil de mortero impactó en el templo. Todos miraron al techo, pero el artefacto lanzado desde los barrios de la oposición no pudo penetrar en el edificio sagrado. Salieron a la carrera y se juntaron en el jardín trasero
Ibrahim Alsabagh, custodio del Convento de San Francisco y párroco de la Iglesia Latina no olvida ese 1 de noviembre de 2015, pero tampoco que «los cristianos de Alepo somos una parte más de la comunidad y sufrimos lo mismo que los demás. Que nadie olvide que entramos en el séptimo año de muerte, terror, miedo, hambre y sed». Con el paso de los años los cristianos de Siria se miran en el espejo de sus vecinos iraquíes, donde apenas quedan 400.000 del más de millón y medio que había antes de la invasión de Estados Unidos en 2003.
Antes del estallido de la revuelta contra el presidente Bashar Al Assad se estima que representaban entre el 6,5 y el 10 por ciento de una población de 23 millones. Ahora se calcula que dos de cada tres viven como desplazados o refugiados en el extranjero. Los cristianos forman junto a alauitas, drusos e ismaelíes las principales minorías en un país donde la inmensa mayoría sigue la rama suní del islam. «Las consecuencias del conflicto nos golpean como al resto y también la emigración. Oriente Medio se desangra y cada vez hay menos cristianos», lamenta el párroco de 45 años y natural de Damasco.
Los que huyeron de Alepo, el primer refugio que encontraron fue en las ciudades de la costa mediterránea, pero muchos han terminado saliendo del país. «Cada domingo les pidoque no se vayan, que no se arriesguen a caer en manos de las mafias, a ser humillados en otros países o a convertirse en una carga para otros gobiernos… Pido a los dirigentes europeos que nos ayuden a quedarnos en Alepo, no a emigrar», suplica el presbítero, cuya vida ha dado un giro radical en los dos años que lleva en la ciudad. «Hemos pasado de celebrar misas y dar sermones a ser parte activa de los equipos de socorro. Distribuimos agua, comida y medicinas. La Iglesia y las sociedades de Occidente son conscientes de nuestro esfuerzo, pero tengo dudas de que los gobiernos lo sean».
Los combates en Alepo terminaron el diciembre y el Gobierno recuperó el control de toda la ciudad. Tres meses después las explosiones siguen retumbando en la que era la ciudad más poblada de Siria, «hoy paralizada, sin agua corriente ni electricidad, con mucha destrucción y duros combates en las zonas rurales que la rodean. La guerra no ha terminado, ni muchísimo menos. No hay estabilidad en el país», sentencia el religioso.
En el punto de mira
Desde el comienzo de la guerra, la jerarquía eclesiástica fuera de Siria ha intentado mantenerse neutral en un conflicto que ha golpeado a la comunidad de forma directa en forma de coches bomba, asesinatos y secuestros de fieles y religiosos, entre ellos el obispo metropolitano de Alepo y Alejandría, Bulos Yaziji, y el siriaco ortodoxo de Alepo, Yuhanna Ibrahim, capturados en 2013 por un grupo armado cuando viajaban en coche por el norte de Siria, cerca de la frontera con Turquía.
El golpe más simbólico se produjo hace cuatro años con el asalto a la aldea de Malula, cuna del arameo, la lengua de Jesús. Las fuerzas de seguridad recuperaron meses después el control tras una larga batalla. Las dudas que plantea el alineamiento con Assad fuera del país no existen para la minoría que se ha quedado en Siria y que ve al Gobierno como su gran protector ante una oposición en manos de grupos radicales. «En los barrios orientales de Alepo nos convertimos en blanco de los distintos grupos armados, que nos mostraron todo su odio y rencor. No puedo olvidar que cada Sábado Santo era su día favorito para atacar iglesias», recuerda el padre Ibrahim.
Aquel domingo de noviembre de 2015 todos salieron vivos tras el impacto del proyectil. Pasado el susto, el párroco repartió la sagrada forma a sus fieles al aire libre y concluyó la misa. El padre Alsabagh se queda y trabaja para que sus fieles sigan su ejemplo.