Ya como arzobispo de Buenos Aires lo hacía con frecuencia, y fue también el tema de su intervención entre los cardenales antes del cónclave. Propone con fuerza que los cristianos hemos de salir de nosotros mismos, evitar esa tendencia a encerrarnos individualmente o en grupo, tan común en nuestro mundo y recurrente en todo aquello en que intervenimos los humanos.
Dios no esperó..., salió a nuestro encuentro
En su primera audiencia general se ha preguntado: “¿Qué significa seguir a Jesús en su camino del Calvario hacia la Cruz y la Resurrección?”. Y ha recordado que Jesús recorrió las calles de Tierra santa y escogió a sus apóstoles para participar en su misión; habló a todos sin distinción, trayéndoles la misericordia y el perdón de Dios; les curó y consoló, comprendió y cuidó como un buen padre y una buena madre con sus hijos; compartió las realidades cotidianas con la gente común, se conmovió, lloró y sufrió con sus amigos y por ellos y por todos.
Y así manifestó el modo de hacer de Dios: “Dios no esperó a que fuéramos a Él, sino que es Él que se mueve hacia nosotros, sin cálculos, sin medidas. Dios es así: Él da siempre el primer paso, Él se mueve hacia nosotros”. Jesús estuvo con nosotros, sin tener dónde reclinar su cabeza (cf. Mt 8, 20). “Jesús no tiene hogar, porque su casa es la gente, somos nosotros, su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia amorosa de Dios”.
Especialmente en los días de su pasión, continúa el Papa, Jesús se entregó por nosotros, con un amor que lleva al sacrificio pero no de manera pasiva o fatalista. “Jesús se entregó voluntariamente a la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en perfecta unión con su voluntad, para demostrar su amor por nosotros, por cada uno de nosotros”. (cf. Ga 2, 20). De modo que “cada uno de nosotros puede decir: me amó y se entregó a sí mismo por mí. Cada uno puede decir este ‘por mí’”.
Pues bien –deduce–, así podemos ver que “éste es también mi camino, el tuyo, nuestro camino¨. No se sigue a Jesús –en la Semana santa y siempre– sólo “con la conmoción del corazón”. Es necesario “aprender a salir de nosotros mismos –como dije el domingo pasado– para salir al encuentro de los demás, para ir hasta las periferias de la existencia, ser nosotros los primeros en movernos hacia nuestros hermanos y hermanas, especialmente los que están más alejados, los olvidados, los que están más necesitados de comprensión, de consuelo y de ayuda. ¡Hay tanta necesidad de llevar la presencia viva de Jesús misericordioso y lleno de amor!”.
Salir del cansancio, de la rutina, del ensimismarse
Por eso, insiste Francisco, entrar en la lógica del Evangelio, para seguir, acompañar a Cristo y permanecer con Él, requiere "salir". ¿Salir de dónde? “Salir de sí mismos, de un modo de vivir la fe cansado y rutinario, de la tentación de ensimismarse en los propios esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creadora de Dios. Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, colocó su tienda entre nosotros para traer su misericordia que salva y da esperanza. También nosotros, si queremos seguirlo y permanecer con Él, no debemos contentarnos con permanecer en el recinto de las noventa y nueve ovejas, debemos "salir", buscar con Él a la oveja perdida, a la más lejana”.
Y como en un diálogo afectuoso, nos hace presentes nuestras propias excusas: “Alguien podría decirme: ‘Pero Padre, no tengo tiempo’, ‘tengo muchas cosas que hacer’, ‘es difícil’, ‘¿qué puedo hacer yo con mi poca fuerza, también con mi pecado, con tantas cosas?’”. Nos pasa, dice el Papa, algo así como a san Pedro: cuando llega el momento de las dificultades, de lo que no entiende, protesta, y Jesús le reprende (cf. Mc. 8, 33). Y es que nos cuesta entender la misericordia de Dios, que espera todos los días al hijo pródigo; que, como el buen samaritano, socorre sin pedir nada a cambio; que como buen pastor da su vida para defender y salvar a las ovejas.
De modo sencillo, sin miedo a insistir, el Papa nos ha invitado a abrir las puertas a Dios y a los demás: “Abrir las puertas de nuestros corazones, de nuestra vida, de nuestras parroquias –¡qué pena tantas parroquiascerradas! – de los movimientos, de las asociaciones, y ‘salir’ al encuentro de los demás, acercarnos nosotros para llevar la luz y la alegría de nuestra fe. ¡Salir siempre! Y hacer esto con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que ponemos nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero que es Dios quien los guía y hace fecundas todas nuestras acciones”.
Los sacerdotes: ungidos para ungir
También en su primera misa crismal como obispo de Roma ha propuesto lo mismo a los sacerdotes. Ellos son ungidos para ungir a todos los cristianos. Ha evocado la imagen del óleo que se derramaba en el Antiguo Testamento sobre los sacerdotes. Descendía hasta la orla de los vestidos sagrados, representando así que su unción (que comportaba la fuerza del Espíritu de Dios) llegaba hasta los confines del universo.
La unción sacerdotal lleva consigo el “perfume” de Cristo y la fuerza curativa del Espíritu Santo (cf. Lc 8, 42), la confianza en Dios y la alegría. Y debe llegar –como gusta decir al Papa Francisco– hasta las “periferias”: los pobres, los cautivos, los enfermos, los tristes y solos; las cosas cotidianas, las penas y alegrías, angustias y esperanzas.
Los sacerdotes deben salir de sí mismos para dar a los fieles el Evangelio y el poder redentor de la gracia, ser “pastores en medio de su rebaño” y pescadores de hombres, mediadores y no meros funcionarios, “poner en juego la piel y el corazón”.
Concluye el Papa Francisco refiriéndose en este contexto a la llamada crisis de identidad sacerdotal, que se suma a la crisis de civilización (sugiriendo quizá que en esas crisis juega un papel no pequeño el encerramiento en uno mismo y la falta de fe). Los sacerdotes las podrán vencer echando las redes (predicando, sentándose en el confesonario, gastándose por las personas que tienen confiadas y saliendo en busca de otras muchas), haciendo fecundo su ministerio en nombre de Jesús.
Lo dice a los sacerdotes. Cabe recordar que todos los cristianos están ungidos, desde el Bautismo, paraparticipar de esa misión de Jesús, en diversas formas, de acuerdo con los dones, carismas y ministerios de cada uno. La mayoría de ellos, los fieles laicos, ejercen el apostolado cristiano a través de sus relaciones de amistad, de familia y de trabajo en medio de la calle. Y todos, efectivamente, hemos de aprender a salir de nosotros mismos.
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