Podremos ser misericordiosos hacia los otros solamente si tenemos el coraje de acusarnos nosotros mismos. Lo indicó esta mañana el santo padre Francisco durante la homilía que pronunció en la capilla de la residencia Santa Marta.
El Santo Padre recordó que en estos días la liturgia nos hizo reflexionar sobre el estilo de vida cristiano revestido de sentimientos de ternura, bondad, mansedumbre, y nos exhorta a soportarnos mutuamente.
El Señor nos habla de la recompensa; “no juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados”. Ante esto cada uno puede decir: padre es lindo, ¿pero cómo se se hace? ¿Cuál es el primer paso para ir por este camino?
El primer paso nos lo indica hoy la lectura del evangelio: es acusarse a sí mismo, tener el coraje de acusarse a sí mismo antes de acusar a los demás. Y Pablo alaba al Señor porque lo ha elegido, y da gracias porque 'me ha dado confianza poniéndome a su servicio, “porque yo era un blasfemo, un perseguidor, un violento, pero hubo misericordia”.
San Pablo, añade el Papa, “nos enseña a acusarnos a nosotros mismos. Y el Señor con aquella imagen de la paja en el ojo del hermano y de la viga en el propio nos enseña ésto”. Y a no sentirnos “el juez que quita la paja del ojo ajeno”.
Jesús usa aquella palabra destinada a quienes tienen una doble cara, una doble alma: 'hipócritas'. Y todos, iniciando desde el Papa hacia abajo: todos. Si uno de nosotros no tiene la capacidad de acusarse a sí mismo “no es cristiano, no entra en esta obra de reconciliación, de pacificación, de la ternura, de la bondad, del perdón, de la magnanimidad, de la misericordia que nos ha traído Jesucristo”.
Entonces el primer paso es “pedir al Señor la gracia de una conversión” y “cuando me viene en mente pensar a los defectos de los otros, pararme” y tener el coraje que tuvo san Pablo cuando dijo: 'Yo era un blasfemo, un perseguidor, un violento...'.
¿Y cuántas cosas podemos decir sobre nosotros mismos? Ahorremos los comentarios sobre los demás y comentémonos nosotros mismos. Éste es el primer paso de la magnanimidad, contrariamente al mirar a los defectos de los otros terminamos “en la mezquindad”, con un alma llena de habladurías.
Pidamos al Señor, dijo, la gracia de “seguir el consejo de Jesús: ser generosos en el perdón y en la misericordia”. Para canonizar a una persona existe todo un proceso, que necesita un milagro, y después la Iglesia la proclama santa. Y si se encontrase a una persona que nunca, nunca habló mal del otro, “se la podría canonizar enseguida”.