El lunes 13 de octubre ha tenido lugar la segunda conferencia del Cardenal Peter Erdo en el sínodo de la familia, recogiendo los puntos más sobresalientes de las intervenciones de la primera semana. Se propone –ha dicho– que escuchemos al mismo tiempo los signos de Dios y los de nuestro contexto histórico, para acertar en el modo de anunciar el mensaje cristiano sobre la familia.
La conferencia comienza aludiendo al “deseo de familia” que, a pesar de las dificultades actuales, permanece vivo especialmente entre los jóvenes (cf. Documento de trabajo, n. 45). En el discernimiento espiritual y pastoral el ponente ha distinguido como tres etapas: la “escucha” de los desafíos culturales y pastorales; la “mirada” a las actitudes de Jesús; el “encuentro” con Jesús para discernir el modo mejor de ayudar a las familias. Cabría decir que estas tres palabras pueden verse en correspondencia con las tres etapas del discernimiento eclesial, que en su versión más conocida se han denominado: ver, juzgar y actuar.
En primer lugar, la escucha o la mirada a la realidad –entiéndase, desde la perspectiva de la razón y de la fe– comienza por examinar el contexto y los desafíos de la familia. La situación actual pide ser capaz de asumir “las formas positivas de la libertad individual”, pero sin caer en el individualismo que considera “a cada componente de la familia como una isla, haciendo prevalecer, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos tomados como un absoluto”.
Al mismo tiempo hay que tener en cuenta los desafíos del momento: desafíos socioeconómicos, asociados a la precariedad familiar, y desafíos culturales y religiosos: costumbres como la poligamia, el “matrimonio por etapas”, los matrimonios combinados, o problemas causados por los matrimonios mixtos, o la praxis de convivencias no orientadas al matrimonio, situaciones de violencia y de guerra, con las dificultades que todo ello acarrea especialmente para los más débiles: los niños y las mujeres.
Entre estos desafíos destaca la importancia de la vida afectiva. Junto con el deseo generalizado, ya referido, hoy la persona siente mayor necesidad de cuidarse y conocerse, y de mejorar sus relaciones afectivas. Esto –continúa el relator– tiene como riesgos un egoísmo individualista, una afectividad “narcisista, inestable y mudable” que lleva a la inmadurez personal y de pareja, que deteriora a la familia, junto con la disminución demográfica que hace peligrar la economía y la esperanza.
Esta situación determina los desafíos pastorales. En este tiempo marcado por el individualismo y el hedonismo, es necesario, de un lado, “partir de la convicción de que el hombre viene de Dios y que, por lo tanto, una reflexión capaz de proponer las grandes cuestiones sobre el significado del ser hombres, puede encontrar un terreno fértil en las expectativas más profundas de la humanidad”. Al mismo tiempo, “es necesario aceptar a las personas con su existencia concreta, saber sostener la búsqueda, alentar el deseo de Dios y la voluntad de sentirse plenamente parte de la Iglesia, incluso de quien ha experimentado el fracaso o se encuentra en las situaciones más desesperadas”.
“Esto –observa el cardenal Erdo– exige que la doctrina de la fe, que siempre se debe hacer conocer en sus contenidos fundamentales, vaya propuesta junto a la misericordia”. En esta conclusión de la primera parte encontramos lo que el entonces cardenal Joseph Ratzinger llamó “fórmula fundamental de la existencia cristiana”: “hacer la verdad en la caridad” (Ef 4, 15) (cf. Homilía en la misa pro eligiendo pontifice, 8-IV-2005); y después, ya como Benedicto XVI, calificó como “centro vital de la cultura católica” (Discurso en la Universidad del Sacro Cuore, 25-XI-2005).
En una segunda parte se nos invita a preguntarnos cuál ha sido la actitud de Jesús: “Jesús ha mirado a las mujeres y a los hombres que ha encontrado con amor y ternura, acompañando sus pasos con paciencia y misericordia, al anunciarles las exigencias del Reino de Dios”.
En este punto se enuncia otro importante principio: según la pedagogía divina, el orden de la naturaleza (o de la creación) se abre al orden de la gracia (o de la redención) poco a poco, gradualmente (cf. Familiaris consortio, 34), conjugando la continuidad con la novedad, y contando con la cruz de Cristo.
Desde aquí es preciso preguntarse cómo ayudar a los cónyuges que ven el fracaso de su matrimonio. Y aquí aparece un tercer criterio luminoso: así como el Concilio Vaticano II reconoció que fuera de los límites visibles de la Iglesia se encuentran diversos “elementos de santificación y verdad” (LG, 8), también en las formas imperfectas de matrimonio (concretamente en los matrimonios civiles y las convivencias orientadas a un futuro matrimonio) deberían reconocerse elementos positivos orientados hacia la Iglesia. Y lo mismo podría decirse de ciertos elementos presentes en las otras religiones o culturas.
De este modo la Iglesia, mientras ve resplandecer el testimonio de tantas familias que viven con coherencia la fidelidad matrimonial y sus frutos de auténtica santidad cotidiana, se dispone a ayudar a los que aún no viven plenamente su vocación matrimonial, pero tienen algunos valores positivos sobre los que apoyarse.
La tercera parte desarrolla el modo de la acción pastoral o formativa. “El anuncio del Evangelio de la familia constituye una urgencia para la nueva evangelización”. ¿Cómo hacerlo? Ante todo con el testimonio de las familias que están llamadas a ser sujetos activos de la evangelización; con la primacía de la gracia de Dios, que nos libra de todo pecado, vacío y aislamiento; sin olvidarse de la cruz (es decir del esfuerzo, del sacrificio, de no ser a veces bien comprendidos).
Por nuestra parte, la atención a las familias requiere de cada uno y de todos una “conversión misionera”, no detenerse –dice el cardenal– en un anuncio meramente teórico y desconectado de los problemas reales de las personas. Las crisis de la familia tienen que ver con las crisis de fe y por tanto hay que fortalecer la fe –mediante la formación bíblica y teológica, el diálogo y la auténtica experiencia religiosa–, evocando el ejemplo de los primeros cristianos. También son importantes el lenguaje y la actitud con que nos presentamos, proponiendo valores que respondan a las necesidades de las familias.
Etapas importantes en la atención a las familias son: la preparación al matrimonio (que debe hacerse fomentando la participación en la oración, en los sacramentos y en la vida eclesial, y en la solidaridad, con la ayuda del testimonio de las mismas familias) y los primeros años de la vida matrimonial (asimismo con ayuda de parejas con experiencia que les ayuden a estar abiertos a tener hijos, a crecer en la vida espiritual y a participar en la evangelización).
Respecto a las uniones de hecho, se apunta que tienen diversas raíces, según países: la mentalidad contraria al compromiso definitivo, la precariedad laboral e incluso la miseria material. Pero incluso “en dichas uniones es posible encontrar valores familiares auténticos o, al menos, el deseo de ellos”; de modo que debe partirse siempre de los aspectos positivos, con paciencia y delicadeza.
En cuanto a las “familias heridas” (separados, divorciados no vueltos o vueltos a casar), el sínodo propone que se les debe ayudar a “vivir la fidelidad al Evangelio de la familia haciéndose cargo misericordiosamente de todas las situaciones de fragilidad”. Para ello todos debemos aprender las actitudes correspondientes a la compasión que al mismo tiempo sane, libere y alienta a madurar en la vida cristiana (cf. Evangelii gaudium, 169). Hay que cuidar especialmente las necesidades de los hijos, que no pueden ser meros “objetos” y víctimas de los traumas que les pueden ocasionar las dificultades familiares. Los procesos de nulidad podrían ser agilizados bajo la supervisión del obispo de cada lugar. Sobre la administración de los sacramentos habrá que ver los casos en que sea posible, “según una ley de gradualidad, que tenga presente la distinción entre estado de pecado, estado de gracia y circunstancias atenuantes”, y seguir adelante con la profundización teológica en estas cuestiones en busca de los mejores caminos compatibles con la doctrina de la Iglesia.
En lo que afecta a los homosexuales, se propone que se valoren los dones y cualidades que pueden ofrecer a la comunidad cristiana. Se les debe acoger con espíritu de fraternidad, sin comprometer la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio (y, por tanto, sin equiparar las uniones entre personas del mismo sexo con el matrimonio entre un hombre y una mujer). Quizá podría haberse dicho –no cabe decir todo en un documento de trabajo, como base para debates posteriores como el que tuvo lugar al día siguiente– que otro peligro hoy bien real es el de difundir las prácticas homosexuales entre los jóvenes. “Tampoco es aceptable –esto sí lo añade el texto– que se quieran ejercer presiones sobre la actitud de los pastores o que organismos internacionales condicionen ayudas financieras a la introducción de normas inspiradas en la ideología de género”.
Finalmente, “sin negar la problemática moral relacionada con las uniones homosexuales, se toma en consideración que hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas. Además, la Iglesia tiene atención especial hacia los niños que viven con parejas del mismo sexo, reiterando que siempre se deben poner en primer lugar las exigencias y derechos de los niños”.
Verdad con caridad. Gradualidad que imita la pedagogía divina de la salvación. Valor de ciertos elementos positivos como punto de partida para una vida matrimonial y familiar plenamente cristiana. Conversión misionera, ante todo por nuestra parte, con especial atención a la gracia de Dios (oración y sacramentos), al testimonio, al lenguaje y a las actitudes con que nos acercamos a las familias para ayudarlas. Estos son los puntos más significativos que se han querido destacar en la primera semana de trabajo del sínodo.