1. “Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el centro de la vida y de la persona de Jesús es su permanente comunicación con el Padre”[2], sobre todo en su oración.
En el ambiente social e histórico en que Jesús se presenta en su vida pública, lo que domina entre la gente del pueblo son las expectativas de liberación política del yugo romano. En ese sentido parece que hay que entender la primera respuesta que le da Pedro, cuando Jesús les pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es Él (“un profeta” –en el que la gente tiende a ver a un liberador del pueblo); y luego, qué piensan ellos, los discípulos, de Él. Según el Evangelio de Mateo, Pedro en nombre de todos le responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Si uno se pregunta cómo pudieron llegar a esta conclusión, una respuesta teológica acorde con la fe y la tradición de la Iglesia, es: observando a Jesús, contemplándole sobre todo en su oración y aprendiendo a rezar con Él.
Los Evangelios recogen la oración frecuente de Jesús. Relatan además que muchas cosas importantes en su vida acaecieron en relación con su oración o mientras él estaba en oración.
Así acontece con la llamada de “los Doce”, tras toda una noche en oración (cf. Lc 6, 12-17); con la ya referida confesión de Pedro, que tuvo lugar contemplando la oración de Jesús (cf. Lc 9, 18-21); en el relato de la transfiguración de Jesús sobre el monte, que también sucedió mientras Jesús oraba (cf. Lc 9, 29); y en otros pasajes centrales de los Evangelios, como la oración de Jesús en el monte de los Olivos (cf. Lc 22, 42) o su enseñanza de la oración del Padrenuestro a sus discípulos (cf. Mt 6, 9; Lc 11, 1).
En su oración Jesús alimenta la “conciencia de su misión”. Esto puede verse sobre todo en la llamada “oración sacerdotal” de Jesús en la Última Cena (Jn cap. 17), donde al mismo tiempo abre su corazón a sus discípulos, que ya tenían una íntima experiencia de amistad con Él.
2. "Jesús murió rezando. En la última cena, Él había anticipado su muerte, en cuanto se dio y compartió a sí mismo (por medio de la Eucaristía), y así transformó desde dentro la muerte en una acción del amor, en una glorificación de Dios”[3].
En la institución de la Eucaristía anticipó su entrega en la Cruz (“Esto es mi cuerpo que será entregado… Esta es mi sangre que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados”).
Los Evangelios, a la vez que dejan constancia de su muerte en la cruz (cf. Mc 15, 34; Mt 27, 46; Lc 23, 46; Jn 19, 29), recogen su oración en esos momentos, en la que se entrega a la voluntad de Dios Padre por nuestra salvación (cf. Ps 21 y 31), y juntamene representa al sufrimiento de todos los pobres y maltratados de la historia.
Participar en su oración para conocerle y comprenderle
3. Y porque la oración es el centro de la Persona de Jesús, la participación en su oración es el presupuesto para conocer y comprender a Jesús.
Para conocer algo hay que configurarse o asimilarse con lo conocido. Para conocer una persona hay que “entrar” en ella, unirse a ella, comprenderla. Para conocer algo íntimo de Dios hay que “entrar” en la oración de Jesús.
Por eso el verdadero conocimiento y la verdadera comprensión de Cristo nunca puede provenir de una pura investigación académica, pues necesita también la teología de los santos, que es teología de la experiencia (es decir, de la configuración o identificación espiritual con Cristo).
4. “La comunión con la oración de Jesús incluye la comunicación con todos sus hermanos (…) que Pablo denomina “cuerpo de Cristo”. Por eso, la Iglesia –el “cuerpo de Cristo”– es el verdadero “sujeto” del conocimiento de Jesús”[4]. Según la fe, Cristo está vivo y presente en la Iglesia. Y por eso es posible que la memoria de la Iglesia haga lo pasado presente. Tres consecuencias se pueden sacar de ahí:
a) Aunque Dios ciertamente es, en un sentido general (en cuanto creador), Padre de la humanidad y de cada persona, lo es en un sentido muy especial de Jesús y para la conciencia de los cristianos[5].
b) Nadie por sí solo puede llegar con seguridad a conocer a Dios: necesita de una comunidad humana[6]. Esto es experiencia de la historia de las religiones y lo confirma el cristianismo.
c) En la perspectiva de la fe cristiana se entiende que la búsqueda de Dios no tiene resultado si es solamente una iniciativa del hombre. Solo llega a su objetivo si es iniciativa de Dios[7]
5. Los primeros concilios [siglo IV) concluyeron que “Jesús es el verdadero Hijo de Dios, que posee la misma esencia [o naturaleza] que el Padre y, por medio de la encarnación, también posee la misma esencia que nosotros. En última instancia, esta definición no es sino la interpretación de la vida y de la muerte de Jesús, que siempre estuvieron determinadas por su diálogo filial con el Padre”[8].
“Hijo de la misma esencia” que Dios Padre es la traducción de la oración de Jesús en un lenguaje filosófico y teológico y nada más. El Credo redactado después del Concilio de Constantinopla (a. 381) reafirma que Jesús no es solamente llamado Hijo de Dios, sino que lo es en realidad (de la misma naturaleza que el Padre)[9].
6. El Concilio de Calcedonia (a. 451) concluyó que las dos naturalezas (divina y humana) de Cristo se unen en su Persona “sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”. Esto se aclaró más en el III Concilio de Constantinopla (aa. 680-681)[10]. Dos puntos pueden destacarse aquí:
a) En este último Concilio (con la participación de san Máximo el Confesor, teólogo principal en ese momento, que profundizó especialmente en la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos), se explicó que la relación entre las dos naturalezas en Cristo no debe entenderse como un paralelismo o dualismo, sino que se unen a través de la voluntad de Jesús. Su voluntad humana no es absorbida por la voluntad divina, sino que se une libremente, con una obediencia amorosa, a la voluntad divina[11].
b) Una consecuencia insospechada respecto a la importancia de nuestra oración y su significado: la oración cristiana resulta como un “laboratorio de la libertad”, que le lleva al cristiano hacia la divinización, el ser y hacerse como Dios, no “contra Dios” (cf. Gn 3,5), sino según Dios, es decir según el plan salvador revelado en Cristo[12]. “Aquí y solo aquí acontece la profunda transformación del hombre que nosotros necesitamos para que el mundo sea mejor”[13].
7. Respecto a los métodos científicos más recientes para la comprensión de la Sagrada Escritura y de la tradición (como el método histórico-crítico, el análisis de los géneros literarios, etc.), “su valor depende del contexto hermenéutico (filosófico) en el que son empleados”[14].
No existe el puro método histórico, sino que este vive en un contexto histórico más o menos consciente. Por ejemplo, cuando el punto de partida es una filosofía que niega la fe, entonces los métodos históricos solo pueden ofrecer lo que tienen de presupuesto: una separación entre el personaje histórico (interpretado bajo una clave terrena: maestro, rabino, revolucionario, etc,) y el Jesús del que trata la fe.
En cambio, cuando el punto de partida es la perspectiva de la fe, esta tiene una doble capacidad: 1) conserva el testimonio de las fuentes con una visión de unidad; 2) es capaz de trascender las diferencias de culturas, tiempos y pueblos, respetando lo verdadero que les es propio y purificando lo que no es auténtico.
Todo ello pone de relieve la belleza y la necesidad de la tarea del teólogo, siempre que esta se enraíce en la oración.
En síntesis: el autor propone que se llega a “comprender a Cristo” (conocer quién es verdaderamente Cristo, según el testimonio de la fe cristiana) en la oración cristiana. Esta implica contemplar la oración de Cristo, y entrar en ella dentro del cuerpo vivo de la Iglesia. Solo así llegamos a participar de la libertad de Cristo y nos capacitamos para mejorar el mundo con la luz y la eficacia de la vida divina.
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[1] Cf. J. Ratzinger, “Puntos de referencia cristológicos”, recogido en Miremos al traspasado, Santa Fe-Argentina 2007, original alemán de 1984, pp. 11-57.
[2] p. 14.
[3] p. 24.
[4] p. 31.
[5] Esto se ve cuando enseña del Padrenuestro: “Nadie, excepto Él [Jesús] mismo, puede decir ‘mi Padre’. Todos los demás tienen el derecho de llamar Padre a Dios solo en la comunidad de ese nosotros que Jesús inauguró, pues todos son creados por Dios y creados el uno para el otro” (p. 31).
[6] “Ningún espíritu tiene la agudeza suficiente para imaginar con plena seguridad quién es Dios, para saber si nos escucha o cuál es la forma adecuada de tratar con Él” (p. 32). Para buscar y alcanzar a Dios, el hombre necesita de los demás y, aun así –como lo muestra la historia de las religiones–, esto se realiza con muchas dificultades y contradicciones.
[7] Esto lo mostró Jesús en el modo en que vivió y actuó: “Jesús entró en un sujeto de tradición ya existente, en el pueblo de Israel, por medio de su anuncio y de toda su Persona, y en él hizo posible la convivencia, el ser-con los demás, por medio de su propio y más íntimo acto de ser: su diálogo con el Padre” (p. 35). Por eso “el ser con Jesús y el conocimiento que ahí surge de Él presuponen la comunión en y con el sujeto de la tradición viva a la que todo ello está ligado: la comunión en y con la Iglesia. El mensaje de Jesús no hubiera podido vivir y transmitir vida de otro modo que en esa comunión” (Ibid.).
[8] p. 38.
[9] El Concilio de Nicea (a. 325 declaró que Jesús es verdaderamente Hijo de Dios (y no, como decía Arrio, un hombre bueno que podía en cierto sentido ser considerado como Dios, aunque de segunda clase). El primer Concilio de Constantinopla (a. 381) aclaró que Jesús además es verdadero hombre (y no, como decía Apolinar, un Dios revestido con una forma aparente de hombre, pero sin alma humana) y que el Espíritu Santo también es Dios (contra Macedonio que lo negaba). En el siglo siguiente, el Concilio de Éfeso (a. 431) definió que Jesús es una Persona (y no dos personas separadas, como decía Nestorio), y por eso la Virgen María puede ser llamada “Madre de Dios” y no solo “Madre de Cristo”. Poco después, Eutiques y los monofisitas (mono-fisis=una naturaleza), confundiendo la persona con la naturaleza, defendieron que en Cristo no hay más que una naturaleza, la divina, que de alguna manera absorbe a la humana. Posteriormente son importantes el Concilio de Calcedonia (a. 451) y el 3º de Constantinopla (aa. 680-681).
[10] Este Concilio III de Constantinopla (aa. 680-681) se enfrentó con el monotelismo (mono-telos=una voluntad), doctrina continuadora del monofisismo, y que defendía que en Cristo había solo una voluntad, quedando la voluntad humana absorbida por la divina.
[11] En palabras de Ratzinger, “ambas [voluntades] se fusionan en el espacio personal, en el espacio de la libertad, de modo que ambas devienen una voluntad, no naturalmente, sino personalmente” (p. 47; Mc 14, 36: “pero no sea lo que yo quiero, sino lo que Tú quieras”; cf. Jn 6, 38), expresando así la relación especial de amor de Jesús con su Padre.
[12] Aquí podemos ver que se cumple con creces lo que anunciaba a su manera el mito de Prometeo: todo hombre desea ser Dios, pero esto no puede lograrse sin más por las obras de los hombres, por muy heroicas que sean.
[13] “Puntos de referencia cristológicos”, pp. 50 s.
[14] p. 51.