"Después que ellos partieron, un ángel del Señor
apareció en sueños a José, diciéndole: Levántate,
toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estáte
allí hasta que yo te avise; pues Herodes ha de buscar
al niño para matarle. Levantándose José, tomó al niño
y a su madre, de noche, y se retiró a Egipto".(Mt 2, 13-14)
Es de noche. Dos caravanas se deslizan entre las sombras de las afueras de Belén. En direcciones distintas. En huida. Una es la de los Magos que, avisados, regresan a su país por otro camino. La otra, la de la humilde familia nazarena. Se van también, huyendo.
Dios acaba de llegar al mundo, y el mundo organiza su persecución. ¡Así están de ciegos los hombres!
José, mientras dormía, ha sido despertado por un ángel. Fue, quizás, aquella misma noche en la que José se quedó dormido mientras repasaba las maravillas de aquel día: los Magos, su espléndido cortejo real, el brillo oriental de sus vestidos, los sabios del mundo a los pies del recién nacido.
José duerme en el gozo del descubrimiento del Niño, y de la adoración que le han tributado los pueblos de la tierra. Y un ángel toca su hombro:
-Levántate, toma el niño y a su madre, y huye…
José no discute con el ángel: cree y se levanta. No intenta tampoco enmendar el plan que le dicta el cielo. Es un viaje en el que jamás había pensado: ¿Egipto? ¿No sería mejor unirse a los Magos y buscar refugio en su país? ¿Egipto? Es una durísima tarea, pues no conoce el camino, ni el idioma, ni las costumbres de los egipcios. ¿Egipto, en donde no conocemos a nadie? ¿No serán muchos los riesgos para el niño por ser un país extraño? Y hay que ganarse la vida, abrirse camino, sin tener amigos.
El silencioso José tampoco en esta ocasión abre su boca, aunque aquella orden revoluciona su vida y sus consuelos.
Cuando comienza a salir el sol, ya llevan varias horas de marcha. En un camino desierto se dibuja una estampa conmovedora: un niño inocente abrigado en el brazo caliente y maternal de una Niña Virgen, ella sobre una borriquilla, y José por delante llevando el ramal de la cabalgadura. Solos en el desierto: de prisa.
Es ésa la respuesta a la orden del cielo. Obediencia al momento. Ejecuta con diligencia lo que se ha recibido de parte del Señor. Asusta pensar que un retraso «prudente» en la obediencia de José hubiera dado lugar a que el niño cayera en manos de Herodes. Amigo, apóstol, valora la importancia gigante de la obediencia pronta. «La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida» 2 .
José no tiene planes personales, intereses propios. Está totalmente al servicio de Dios. A él sólo le corresponde poner en juego sus facultades humanas para llevar a cabo con perfección la orden del Señor. Calla y obra en este sentido. ¡Qué contraste con el inútil ruido de los hombres!
Todos opinan y dan sus pareceres, los propios, los de cada uno. Y nadie hace nada: ni lo ajeno, porque no es propio; ni lopropio, porque no ayudan los demás. La fuerza se va por la boca. Es preciso ser ejecutores, ejecutores silenciosos. Para ello es necesario ser santo, y eso nos santifica.
Es preciso convencerse una y otra vez de que no se cae un solo cabello sin el permiso de Dios. El mundo está lleno de teóricos, buscadores ruidosos de pretextos.
Y por un camino desierto de este mundo, cuando sale el sol, aparece José cumpliendo el plan de Dios. Van pasando las horas y el cansancio abruma a los peregrinos. Sobre José pesa la responsabilidad: cansancio en el cuerpo, responsabilidad tremenda que angustia el alma.
José marcha derecho, erguido su cuerpo a pesar del dolor, cumpliendo lo previsto desde siempre. Ningún consuelo en los sentidos, ningún descanso para el cuerpo, ningún alivio para la carga del alma.
Y siempre los asaltos de los temores: de los perseguidores, de los peligros del desierto, de la inseguridad de la vida que ha de comenzar en Egipto. El Niño y María dependen de él.
José obedece, pero sabe el motivo del viaje. Es muy posible que María se deje llevar sin saberlo. José, para no alarmarla, calla, sin duda, la causa de tan inesperada expedición: ella va y no sabe por qué. El niño está dormido en los brazos de María.
Cuanto más noble es el personaje, más perfecta es la sencillez de la obediencia. Más completo el abandono. ¡Si fuéramos tú y yo, amigo, al menos como la borriquilla, dóciles al ramal de quien nos lleva!