Siria; elogio del padre Hanna

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El franciscano secuestrado había recurrido al Tribunal islámico para denunciar los abusos de las bandas de yihadistas que controlaban la región. Un detalle que revela las dinámicas reales que viven los cristianos en el caos sirio, más allá de los estereotipos

Y ellos, a su pesar, obedecieron

El franciscano secuestrado había recurrido al Tribunal islámico para denunciar los abusos de las bandas de yihadistas que controlaban la región. Un detalle que revela las dinámicas reales que viven los cristianos en el caos sirio, más allá de los estereotipos

En Knayeh todavía no saben decir con precisión cuál brigada armada, más o menos yihadista, secuestró entre el domingo y el lunes al padre Hanna Jallouf, además de unos 20 jóvenes de la parroquia. Los amigos del franciscano revelaron un particular importante: el padre Hanna, hace algunos días, se había dirigido personalmente al Tribunal islámico de la zona. Quería denunciar el aumento de los abusos que habían sufrido en el convento por parte de las brigadas islamistas que tiene nel control de aquella zona del país arrancada al gobierno de Damasco. Lo revelan fuentes de la comunidad cristiana local, consultadas por la Agencia Fides. Las circunstancias y otros detalles de la historia delinean mejor que cualquier discurso la condición experimentada por las comunidades cristianas en el caos de Siria, y su inerme voluntad de seguir viviendo en su propia tierra tratando de adaptarse a situaciones adversas.

Los amigos del padre Hanna indican que el sacerdote había logrado cuidar y defender a la comunidad católica local, que se encontraba (toda ella) dentro de la parroquia de San José, incluso cuando (hace tres años) esa zona del país cayó en manos de los rebeldes anti-Assad. En ese entonces, las cancillerías occidentales exaltaban la revuelta contra Damasco, y en Occidente los cristianos sirios eran acusados de apoyar al régimen sirio. Una campaña que ponía en peligro a personas como el padre Hanna. Cuando llegaron los rebeldes, los sacerdotes de otras comunidades cristianas huyeron. Él permaneció en su parroquia, así como sus parroquianos se quedaron en sus casas. No para expresar la decisión de apoyar a los recién llegados, sino simplemente porque ese era su sitio. El sitio de su apostolado.

Con el transcurso del tiempo, habían asumido posiciones de poder en esa zona del norte de Siria los yihadistas del Estado Islámico de Irak y el Levante y luego los quaedistas de Jabhat al-Nusra. Detrás de los grupos anti-Assad -a menudo confrontados en luchas sangrientas- habían comenzado los abusos contra la población local: impuestos injustos, embargo de bienes y casas vacías que eran ocupadas por los milicianos yihadistas. El padre Hanna pudo con dificultad mantener los canales de contacto con los grupos de las milicias para asegurar la viabilidad mínima en las actividades de la parroquia. Pero no lo expulsaron. Y él se quedó pacientemente. Le impusieron que no tocaran las campanas y cubrir las estatuas y las imágenes sagradas expuestas al aire libre, de la Virgen y de los santos. Y él, sufriendo, obedeció. Hizo callar las campanas, porque en la vida se puede confesar el nombre de Cristo también sin campanas. Y se puede rezar a María, y encomendarle las propias lágrimas, aunque te obliguen a cubrir las imágenes. Prohibieron además enseñar la doctrina católica en la escuela. Y ellos, a su pesar, obedecieron también. Trataban de seguir viviendo como cristianos bajo el dominio de los que comandan “pro tempore”, sea quien sea. Incluso si pertenecen al EI. Según la misma intuición de sus experiencias de vida, iluminados por la fe, que los guiaba cuando el poder estaba en manos del régimen autoritario de los Assad.

Así, la parroquia y el convento permanecieron abiertos. Cada cinco o seis meses, el padre Hanna salía por breves incursiones de la zona controlada por los rebeldes; la última vez, hace menos de dos meses para someterse a una cirugía en el Líbano. Pero incluso en esas ocasiones no aprovechó la oportunidad para viajar al Occidente, para, tal vez, participar en un programa televisivo haciéndose pasar como víctima o héroe en relación con la persecución contra los cristianos. Después de cada viaje veloz, siempre regresó para estar entre los suyos. Allí, en aquella porción de mundo en la que lo puso el Señor. Porque allí estaban sus monjas, sus chicos, los niños que necesitaban ayuda y consuelo. Tenían que seguir con el Catecismo, tenían que organizar cursos de verano, a pesar de la guerra y a pesar de los de al Qaeda.

En los últimos tiempos, la situación se ha complicado. Las expropiaciones y saqueos por parte de las milicias se han intensificado y han tomado en la mira directamente el convento. Los grupos armados han tomado las tierras, se han apoderado de la cosecha de aceitunas, han comenzado a acampar en el convento de las monjas. Así, también esta historia se convirtió en una cifra de lo que está sucediendo en el Medio Oriente. Cifra normalmente ocultada por los juegos de guerra que salen en las televisiones globales y en los forcejeos de quienes abanderan un “enfrentamiento entre civilizaciones”. En Knayeh, los sicarios del furor islamista pretenden dinero, roban las casas. Quieren “las cosas”. Allí, como en muchos otros sitios, su pseudo-ideología religiosa se mueve al ritmo del dinero. El dinero que llega de los países del Golfo. El dinero de los depósitos extranjeros que acaban en las cuentas de los mercenarios europeos. El dinero de las sumas que mueve el mercado de las armas y la gestión yihadista del petróleo.

En ese momento, el sacerdote de la parroquia franciscana fue ante la corte islámica - el organismo creado en la zona bajo el control de los islamistas para administrar justicia según la ley islámica - con el fin de denunciar el acoso sufrido. Con su gesto, el padre Hanna trató de verificar humildemente de qué manera esa anunciada justicia con fundamento religioso podía garantizar, como prescribe la “Sharia”, los derechos limitados de un súbdito cristiano.

Unos días más tarde, Se realizó la expedición de la brigada que le secuestró a él y a algunos de sus jóvenes parroquianos. Así, sin batallas y casi sin quererlo, el padre Hanna desenmascaró la mentira ideológica de los degolladores. Y, sobre todo, demostró a todos cómo viven los que reconocen sobre sí el amor de Cristo. Incluso en las circunstancias más difíciles.

“Ahora”, confiesa a la Agencia Fides un hermano de comunidad del padre Hanna “no sabemos qué hacer. Hay muchos grupos y bandas armadas que actúan de forma independiente, sin supervisión. No existe un único interlocutor. Esto aumenta la confusión. Estamos esperando a que alguien aparezca y nos diga algo. Y oramos para que nuestros amigos vuelvan prono en libertad”.

Fuente: vaticaninsider.lastampa.it/es

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