En su discurso a los obispos de Asia presentes en Corea (Santuario de Haemi, 17 de agosto de 2014), Francisco les anima a fomentar el diálogo y la apertura con todas las personas y las religiones. Para ello el punto de partida debe ser la identidad cristiana: lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que pide de nosotros. Y, como siempre, todos nosotros estamos invitados a escuchar y aprender.
Así lo explica el Papa: "No podemos comprometernos en un verdadero diálogo si no somos conscientes de nuestra identidad. De la nada, de la niebla de la autoconciencia, no se puede dialogar, no se puede comenzar a dialogar.
Y añadía: "Por otra parte, no puede darse diálogo auténtico si no somos capaces de abrir la mente y el corazón, con empatía y sincera acogida, a los que hablamos. Es una atención, y en la atención nos guía el Espíritu Santo".
En síntesis: "Un claro sentido de la identidad propia de cada uno y una capacidad de empatía son, por tanto, el punto de partida para todo diálogo. Si queremos comunicarnos de manera libre, abierta y fructuosa con los demás, debemos tener bien claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que pide de nosotros. Y si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, debe haber apertura de mente y de corazón para aceptar individuos y culturas. Sin miedo: el miedo es enemigo de esas aperturas".
Ahora bien, observa Francisco, "la tarea de apropiarnos de nuestra identidad y de expresarla se revela no siempre fácil, ya que, desde el momento en que somos pecadores, siempre seremos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de modos diversos".
Y señala tres de esas tentaciones: el relativismo, la superficialidad y la hipocresía.
La primera "es el engañoso resplandor del relativismo, que oscurece el esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos empuja a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación".
No es una tentación solamente individual, sino que "en el mundo de hoy afecta también a las comunidades cristianas, llevando a la gente a olvidar que -en palabras del Concilio Vaticano II- 'más allá de todo eso que cambia, están realidades inmutables; encuentran su último fundamento en Cristo, que es siempre el mismo: ayer, hoy y por todos los siglos' (Gaudium et spes, 10; cfr Hb 13,8)".
Y advierte el Papa: "No hablo aquí del relativismo entendido solamente como un sistema de pensamiento, sino de ese relativismo práctico diario que, de manera casi imperceptible, debilita cualquier identidad".
Un segundo modo a través del cual el mundo amenaza la solidez de nuestra identidad cristiana es la superficialidad, así descrita por Francisco: “la tendencia a juguetear con las cosas de moda, aparatitos y distracciones, en vez de dedicarse a las cosas que realmente cuentan (cf Fl 1,10)”.
Agrega que una cultura que exalta lo efímero y ofrece numerosos lugares de evasión y escapatorias, supone un serio problema pastoral. “Para los ministros de la Iglesia, esa superficialidad puede incluso manifestarse en quedarse fascinados por programas pastorales y teorías, con detrimento del encuentro directo y fructuoso con nuestros fieles, y también con los no fieles, especialmente los jóvenes, que lo que necesitan es una sólida catequesis y una segura guía espiritual. Sin estar arraigados en Cristo, las verdades por las que vivimos acaban por derrumbarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalismo, y el diálogo queda reducido a una especie de negociación, o a un acuerdo sobre el desacuerdo. Ese acuerdo sobre el desacuerdo… para que las aguas no se muevan… Esa superficialidad que nos hace tanto daño”.
La tercera tentación “es la aparente seguridad de esconderse tras respuestas fáciles, frases hechas, leyes y reglamentos. Jesús luchó tanto contra esa gente que se escondía detrás de las leyes, las reglas, las respuestas facilonas… Les llamó hipócritas”.
En cambio, señala Francisco, “la fe, por su naturaleza, no se centra en sí misma, la fe tiende a ‘salir fuera’. Procura hacerse entender, hace surgir el ejemplo, engendra la misión”.
“En ese sentido –subraya–, la fe nos hace capaces de ser al mismo tiempo valientes y humildes en nuestro testimonio de esperanza y amor. San Pedro nos dice que debemos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf 1Pe 3,15)”.
Así pues, “nuestra identidad de cristianos consiste en definitiva en el empeño de adorar solo a Dios y de amarnos unos a otros, de estar al servicio los unos de los otros y de mostrar, a través de nuestro ejemplo, no solo en qué creemos, sino también en qué esperamos y quien es Aquel en el que hemos puesto nuestra confianza (cf 2Tm 1,12)”.
Es a partir de esa “fe viva”, resume el Papa, como se constituye nuestra identidad profunda. Y es también el punto de partida del diálogo cristiano, puesto que esa fe vivida “es la que estamos llamados a compartir de modo sincero, honesto, sin presunción, a través del diálogo de la vida ordinaria, el diálogo de la caridad y en todas las ocasiones más formales que puedan presentarse. Porque Cristo es nuestra vida (cf Fl 1,21), hablamos de Él y, a partir de Él, sin duda ni miedo. La sencillez de su palabra se hace evidente en la sencillez de nuestra vida, en la sencillez de nuestro modo de comunicar, en la sencillez de nuestras obras de servicio y caridad hacia nuestros hermanos y hermanas”.
La identidad cristiana, que señala el Papa, hace fecunda nuestra vida y la de quienes nos rodean, y se manifiesta en frutos de justicia, bondad y paz. Por eso pregunta Francisco a los obispos: “¿La identidad cristiana de vuestras Iglesias particulares aparece claramente en vuestros programas de catequesis y de pastoral juvenil, en vuestro servicio a los pobresy a los que languidecen en los márgenes de nuestras ricas sociedades y en nuestros esfuerzos de alimentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa? ¿Aparece en esa fecundidad?”.
Por último, la identidad cristiana va unida a la capacidad de empatía; es decir, no solo a escuchar a los demás, sino a captar, más allá de sus palabras y de sus acciones, sus esperanzas y sus preocupaciones.
“En este sentido –señala Francisco–, el diálogo requiere de nosotros un auténtico espíritu ‘contemplativo’: espíritu contemplativo de apertura y de acogida del otro. Yo no puedo dialogar si estoy cerrado al otro. ¿Apertura? Más aún: ¡acogida! Ven a mi casa, tú, a mi corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte”.
Y eso –concluye– es lo que nos capacita para un verdadero diálogo humano, en el que palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida. El fundamento teológico es que somos hijos de un mismo Padre, Dios. Y cuando caminamos en su presencia entramos en la misma dinámica de la encarnación de su Hijo, Jesucristo. No queremos suplantar la identidad de los países y culturas a las que llegamos, sino que nos abrimos a todos por medio del diálogo y del servicio. Y así el Señor moverá a los corazones para que se bauticen o por lo menos se acerquen al cristianismo.