“¡Qué maravilla es poseer la cruz!”, escribía en el siglo VIII San Andrés de Creta. Y de nuevo: “Si no existiera la cruz, tampoco existiría Cristo crucificado”.
La cruz es el símbolo cristiano por excelencia. Portadora de redención para cada criatura, es el instrumento por medio del cual se cumplió la Pasión de Cristo y, por tanto, es el signo del amor gratuito y misericordioso de Dios.
Aunque la Iglesia enseña claramente qué es y qué representa la cruz, la historia, en cambio, no es capaz de esclarecer del todo los hechos concretos de este madero santo, cuyo descubrimiento en Jerusalén se atribuye a Santa Elena: del trozo de cruz custodiado en ese lugar, en la basílica del Santo Sepulcro (construida por deseo de Constantino), se perdió el rastro después de la derrota de la batalla de los Cuernos de Hattin (1187); los hechos relacionados con los otros fragmentos, verdaderos o presuntos, son casi imposibles de reconstruir.
Por consiguiente, es necesario, sobre todo, analizar la situación de la inventio en sí misma, a través de un examen meticuloso y honesto de los datos correspondientes a la peregrinación de Elena a Tierra Santa (327-328).
El hallazgo de la cruz se sitúa en el contexto de la operación arqueológica llevada a cabo por Constantino para identificar los lugares del Sepulcro y del Gólgota a fin de erigir una gran basílica (finalizada en el año 355, dañada en varias ocasiones, destruida en 1009 y después reconstruida).
Sin embargo, Eusebio [de Cesarea], autor de la Vida de Constantino (337), aunque narra los hechos relacionados con la basílica y la misma Elena, no habla nunca de la Vera Cruz. Su atención está dirigida totalmente a la Anastasis (Resurrección, en griego), es decir, a la iglesia construida sobre el lugar de la tumba vacía, obviando la del Gólgota.
Dicho silencio ha sido objeto de varias especulaciones: aunque es verdad que Eusebio no escribe una crónica y que su objetivo era celebrar el apoyo imperial al cristianismo (de hecho, no hace mención a algunos detalles poco acordes a la imagen de Constantino), la inventio Crucis debería haber sido un elemento importante, que habría que haber evidenciado.
En cambio, cuando incluye en la Vida de Constantino una carta que este escribe a Macario (obispo de Jerusalén encargado de la construcción de la basílica), en la que el emperador cita un “signo de la pasión de Cristo conservado desde hace tiempo bajo tierra“, que podría verosímilmente ser la cruz, Eusebio vincula este pasaje al lugar del Sepulcro, no al Gólgota.
¿Por qué? Según algunos, Eusebio quiere evitar que se relacione excesivamente la Vera Cruz con el poder imperial; otros, en cambio, son del parecer de que intenta (inútilmente) redimensionar el estatus excepcional que la cruz confiere a Jerusalén y a su obispo (subordinado de Eusebio, que era obispo de Cesarea y metropolitano de Palestina). Y, en opinión de otros, Eusebio pretende dar mayor relieve al hecho de la Resurrección respecto a la Pasión.
Sea como sea, la cruz estaba cerca del Santo Sepulcro: después de Eusebio, todos escriben sobre ella, a partir de Cirilo de Jerusalén, que en las Catequesis (años 40 del siglo IV), refiere que el madero de la cruz era venerado de manera habitual.
El mismo Eusebio, que en la Vida de Constantino calla sobre ello, menciona la cruz en una carta que escribe al emperador Constancio II, hijo de Constantino, recordando que había sido descubierta durante el reinado de su padre, pero sin dar más detalles.
De manera análoga, la célebre viajera Egeria incluye en su Itinerarium (381-384) el resumen más antiguo de la ceremonia de exposición y veneración de la reliquia, pero no describe cómo fue hallada.
Es prudente afirmar que la tradición hagiográfica de la inventio Crucis por parte de Elena nació en la segunda mitad del siglo IV, decenios después de su muerte, con el fin de contribuir a celebrar la cristianización del Imperio a través de una reliquia que era un símbolo de gran fuerza para Constantino, Jerusalén y toda la cristiandad.
¿Acaso había una heroína más adecuada que la augusta madre del emperador, implicada en la obra del hijo, figura ideal de emperatriz, fundadora de iglesias, santa y, sobre todo, presunta descubridora de la Vera Cruz? Y, al contrario, ¿qué seguridad se tiene como para excluir su papel real en el hallazgo?
La tradición se consolidó gracias a San Ambrosio que, en la oración fúnebre por el emperador Teodosio (395), fue el primero en describir cómo la Vera Cruz fue reconocida gracias al Titulus Crucis que tenía clavado, es decir, la tabla (que según algunos es la que se conserva actualmente en Roma, en la basílica de la Santa Cruz), con la inscripción en tres lenguas: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”, y cómo se hallaron también los clavos.
Entre los siglos IV y V, Gelasio de Cesarea y Rufino de Aquilea elaboraron una versión del hallazgo más compleja y probablemente anterior, hasta que la tradición se fijó de manera definitiva antes de la mitad del siglo V, para ser después acogida por el arte: basta pensar en las cimas que alcanzó la inventio Crucis en la iconografía de los códigos miniados carolingios.
A continuación florecieron diversas redacciones en griego, latín, ciríaco copto y otras lenguas, según tres filones principales: el de la literatura patrística y otros dos de pura fantasía (la leyenda de Protonike y la de Judas Ciríaco), que confluirán en la tradición y el arte medieval.
Al tema de la inventio se vinculó, más tarde, en el siglo VII, el de la Exaltatio Crucis, en recuerdo de cuando el emperador bizantino Heraclio, en 630, llevó de nuevo a Jerusalén la reliquia de la cruz, sustraída a los persas en 614.
Todos ellos, temas reelaborados en clave de promoción de las cruzadas, y a los que se añadió la leyenda medieval del madero de la cruz, que concretó en el Edén el origen “biológico” de ese madero redentor: un complejo de tradiciones que poco a poco se fue enriqueciendo, hasta cristalizar en la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, en el siglo XIII.
La tradición de la cruz es, por tanto, una leyenda compleja, en la que la figura de Elena está suspendida entre la historia y la leyenda, entrelazadas entre sí hasta el punto de hacer difícil desenmarañarlas.
A ella se debe el mérito de haber llevado a Constantino hacia la tolerancia y la promoción del cristianismo, que llevaron a la cristianización del Imperio, fundamento de la Europa cristiana; también a ella se le atribuye la conversión definitiva de su hijo.
Su origen sigue siendo desconocido -fue ciertamente humilde-, y lo que sabemos de ella está vinculado sobre todo a su fe y al viaje que llevó a cabo, ya anciana, a los Lugares Santos, además de a Egipto y a Siria, donde visitó distintos monasterios y conoció a hombres y mujeres consagrados a Dios. Esa peregrinación, que fue la verdadera realización de su existencia, produjo un cambio en el cristianismo, y es el motivo por el que siempre será recordada.
Ada Grossi en Il Timone